«¡Las calles están muy solas!» (Anotaciones sobre lo ausente)

“¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito
de la calle!
Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos
abiertos al duro aire.”
(Federico García Lorca, 1931)

Me crié, como tantas y tantos, escuchando: “Ten cuidaico, ¡Qué las calles están muy solas!”. Estas frases eran comunes incluso en la época de los serenos. Son expresiones que, de un modo u otro, he vuelto a escuchar durante el confinamiento: “Me da miedo salir en pleno día con las calles tan solas”. “Desde mi balcón no se ve pasar ni a un alma”. Son un lugar común, incluso hemos hecho “ciencia social” desde una ventana las personas privilegiadas, aquellas quienes tenemos una que da a la calle.

El confinamiento me ha traído la presencia de lo ausente, la conciencia de la ausencia. Quizás el conocimiento común nos puede llevar en un golpe de petulancia a “lo latente”, “al inconsciente” freudiano. A mí me ha traído el título de un libro que me acompaña ya sea en la esfera privada como laboral: La estructura de lo ausente de Umberto Eco.

Vivimos huyendo de las aglomeraciones o reclamando espacio propio. Las soportamos, pero no son nuestro ideal. Parafraseo habitualmente un refrán: “La mucha gente para las manifestaciones”, me parece más civilizado que decir: “para la guerra”. Sin embargo, en las noches de Jueves Santo, el silencio del Silencio lo vivimos apiñados en las aceras. El vacío nos genera inseguridad, pues somos seres sociales, zoom politikon, ya desde antes de Aristóteles. No obstante, existe una constatación básica: cuando no hay nadie, nada nos puede amenazar. Pero la soledad nos da miedo. Otra expresión así lo declara: “La paz de los cementerios”. La “ausencia de vida” genera, al mismo tiempo, “paz” y “desasosiego”. No creo que sólo se deba a estar rodeados de nuestro fin, sino porque carecemos del abrigo del “nosotros”, de un “otro” con identidad compartida, quien puede ser enemigo en potencia, pero al cual atribuimos empatía ante el vacío, ante “su” ausencia.

Las calles de Granada vacías parecen algo inconcebible. Nos hemos confinado sin prácticamente altercados, porque la amenaza de un peligro invisible estaba ahí afuera, en la calle. Lo cual es una incongruencia, pues realmente el peligro éramos la propia gente, los seres humanos en interacción.

Estas circunstancias desconocidas me han remontado a diferentes momentos de mi vida, imagino que también a la de Ustedes. La dicotomía “ausencia / presencia” siempre ha estado ahí. La mala iluminación, la estrechez de las cuestas, los miles recodos que hay en los empedrados, obligaban a mi abuela a bajar a la plaza del barrio a recoger a mi tía que volvía de trabajar tarde desde el centro. Para mí era fascinante descender en la noche estrellada, con tan poca contaminación lumínica la colina del Mauror. De la mano de mi abuela no podría pasarme nada. Pero bajábamos porque el peligro nos rodeaba. De mozo adopté la costumbre de acompañar a mi novia hasta el mismo ascensor, porque los portales entonces, y ha llovido, eran tan peligrosos como lo son hoy. ¿Cuándo van a ser seguras las calles para las mujeres? Un amigo, persona muy avanzada en sus posiciones feministas, me dice: “Cuando mi niña sea adolescente tendré que dejar algunas cosas para estar más pendiente”. En aquellos años el caballo era muerte, pero, del mismo modo, hacía que el comportamiento del otro fuera imprevisible. Bajaba del Poligono atento a cualquier sonido.

Las calles vacías, la ausencia creo que puede ser una oportunidad para repensar nuestra forma de vida. El individualismo quizás debe ser reconcebido, reconstruido como un “individuos de lo común”. Antes de la declaración de la pandemia, nos parecía inconcebible un confinamiento. Sin embargo, ésta debería ser la noticia y no las multas. No cruzar Bib -rambla, Pasiegas, el Campo del Príncipe, la Plaza Larga o los bosques de la Alhambra nos hubiera parecido quitarnos el aire. He sentido asfixia. Y estos lugares han estado desiertos.

La ausencia ha eliminado la boina de contaminación que se veía desde el Llano de la Perdiz. Granada se ha hecho más habitable sin habitantes en las calles. “El bien por la ausencia” es una paradoja. Y las paradojas se resuelven replanteando el problema. Entender la vida desde lo colectivo es el reto de traer a la conciencia lo presente en la ausencia.

* Debo confesar que a uno le cuesta escribir de estas cosas anecdóticas cuando están pasando realidades tan graves. Al principio, fueron los apagones en la Zona Norte, ahora ante la crisis de subsistencia que ha provocado la pandemia del coronavirus, continúo avergonzado.

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