Arístides el Justo

Entre los antiguos atenienses se impuso una costumbre muy sana para toda democracia. Se trata del ostracismo o destierro voluntario (o forzoso) de la vida pública. Una vez al año, si una asamblea ordinaria así lo decidía, se votaba esta ‘condena’ es decir, la deportación preventiva durante un periodo de diez años. El elegido solía ser algún personaje popular susceptible de conjurar o convertirse en tirano, pues el desterrado en principio no había cometido delito alguno. Sin embargo asumía la expulsión como un deber social. Así, fue desterrado, por ejemplo, Jantipo, el padre de Pericles.

La palabra ‘Ostracismo’ viene de ostraca, que a su vez viene de ostra, y significa exactamente «destierro por mal gobierno/desempeño/conducta». La ostraca u ostracón (en plural) era un trozo de vasija, el guijarro utilizado para hacer anotaciones rápidas, efímeras, al momento, al igual que nosotros podemos emplear una agenda o la servilleta de un bar. Entre sus usos se hallaba por supuesto la votación. En la primera democracia que existió, todos los ciudadanos ‘libres’ podían votar.

Otro de estos expulsados fue Arístides, llamado el Justo, antiguo general en los enfrentamientos púnicos. Plutarco cuenta que este «insigne magistrado» se dirigía a la Asamblea, cuando encontró a un campesino analfabeto que se encaminaba al mismo lugar. El rústico, sacando de su jubón un tejuelo blanco, le pidió que escribiera en él a quien pensaba votar para el exilio. Con mucho gusto Arístides se dispuso a apuntar, pero el joven agricultor dictó el mismo nombre de quien tenía enfrente. Arístides, sin identificarse en ningún momento, preguntó alarmado qué tenía en contra de ese hombre. «Nada en absoluto —contestó el preguntado—, ni siquiera lo conozco, pero estoy harto de escuchar que todo el mundo lo llama el Justo». Arístides sin más escribió en la piedra su propio nombre y se la devolvió al campesino.

Cuando acabó la Asamblea, efectivamente, el griego ejemplar tuvo diez días para despedirse de sus seres queridos y disponerse a pasar después diez años fuera de su patria. Antes de irse, cuenta Plutarco, alzó sus manos y rogó a los dioses que los atenienses no sufrieran ningún peligro que les hiciera recordar el nombre de Arístides.

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