Convivir con los bares en Graná

Pertenezco a esa generación que vivió una eclosión cultural sin parangón en la mustia patria hecha a golpes, como casi toda la Historia de este desgraciado país: golpes de Estado, golpes a la disidencia, golpes de pecho, golpes de los grises, golpes de calor en el tajo, golpes de aguardiente seco con el primer Celtas en ayunas… y golpes a mujeres, maricones, ateos y rojos como liturgia nacional. En este panorama gris tirando a negro tuve la suerte de asistir, repito, a una epifanía que dudo se vuelva a repetir a corto o medio plazo: La(s) Movida(s).

En plena resaca de una década vibrante, iniciada con la muerte del dictador y mi llegada a la Universidad de Granada, aparecieron Gabinete Caligari y dos himnos en los que muchas personas se reconocieron, se reconocen y se reconocerán: “Al calor del amor en un bar” (1986) y “La culpa fue del cha cha chá” (1989). Sí, los bares se bebieron y fumaron parte de nuestras vidas: los culillos sobrantes del estudio y luego del trabajo. “Los bares, que lugares / tan gratos para conversar. / No hay como el calor / del amor en un bar… / Jefe, no se queje / y sirva otra copita más. / No hay como el calor / del amor en un bar”.

Vivir en un bar es apasionante, complicado, atractivo, peligroso, pero, sobre todo, caro. En dinero y en salud. Tal vez por lo primero, uno comienza a marcar distancias montando un bar en casa, y, quizás por lo segundo, uno acaba racionando las dosis. El caso es que sigo relacionándome con los bares, pero tratándolos de usted y con el deseo de que me traten de igual forma. Lo nuestro ya no es amor, sino rutina con seria amenaza de ruptura desde que la pandemia apareció. No soporto a una pareja que se pasa la vida llorando, pidiendo comprensión y cuyos antojos ponen en riesgo a los demás. “Y yo bolinga, bolinga, bolinga / haciendo frente a la situación / con torería y valor… / La culpa fue del Cha-cha-chá / sí, fue del Cha-cha-chá / que me volvió un caradura / por la más pura casualidad”.

Privatizando el espacio público

A raíz de la pandemia, la ciudadanía ha visto recortado su espacio público, en aceras, calles y plazas, para que los bares pudiesen cumplir la norma de la distancia social sin perder plazas de cliente/negocio. Sorprendentemente, en demasiados casos, la permisividad ha servido para colocar más sillas, mesas, sombrillas y estufas, ante la pasividad y la inacción de la autoridad incompetente. Quien camina por las aceras se ve con frecuencia en la obligación de bajar a la calzada y compartir espacio con los vehículos o pasar a menos de un metro de gente sin mascarilla y exhalando humo de tabaco en muchos casos. Y empeora la cosa si hay que desplazarse en silla de ruedas, empujando un cochecito de bebé o arrastrando el carro de la compra.

Las terrazas han tomado las plazas y otros espacios públicos, todo por el negocio, y, aun así, la hostelería sigue llorando, consciente de que hay populismos que las identifican como referentes sociales de la libertad y eso deja muchos votos. Pasear por muchas zonas de ciudades y pueblos se ha convertido en un auténtico calvario físico y sentimental cuando se ve mancillado el esplendor de casi todos los cascos históricos de nuestro patrimonio cultural: ninguna postal sin sombrillas, ningún rincón encantador sin veladores, ninguna plaza despejada para el cómodo y merecido solaz de la gente o para el juego de las niñas y los niños. Beber, pagar, comer, pagar. Pagar a base de bien, porque, si quieres simplemente tomar unas cañas, no te dejan sentar en la terraza, reservada para quienes piden, y pagan, menú, raciones, postre, café, copa y puro. Avaricia, codicia o ambición, llámese como se quiera, pero lo de ir de cañas y de tapas, Patrimonio Cultural, Etnográfico y Culinario Granaíno, se acabó.

Hubo un tiempo en que las terrazas de bares y restaurantes se montaban al comenzar la jornada laboral y se recogían al finalizar, dejando libre el espacio okupado cuando no había faena. Hoy no. Hoy las terrazas son permanentes, ancladas al suelo como picas en Flandes, y disfrutan de vallados perimetrales, maceteros fronterizos o carpas permanentes a cuyo interior, en suelo público, sólo se puede acceder para consumir y pagar. Así ha privatizado la hostelería el espacio público en «sus» pueblos y ciudades. Quisiera que alguien calculara cuántos metros cuadrados han expropiado en cada lugar y nos lo dijera.

El paradigma de Las Titas

¿Exagero? Dese quien no me crea una vuelta por Graná: Romanilla, Pescadería, Pasiegas, Bib-Rambla, Plaza Nueva y aledaños, Campo del Príncipe, placetas del Realejo, calle Navas, Ganivet, Las Batallas, La Mariana, Campillo Bajo… Y, como colofón al desatino, las Titas, kiosko con solera que tiene permiso para 50 mesas y planta 101 (el Ayuntamiento percibe a cambio 120.000 €. ¿Por hacer la vista gorda?), como denuncia Antonio Cambril, de Unidas Podemos, en unos jardines declarados Bien de Interés Cultural que el Ayuntamiento ya intentó destrozar con anterioridad.

No es asunto menor éste que se aborda, sino un indicador de por dónde van los tiros del lobby de la Hostelería. Las Titas es un establecimiento gestionado por el Grupo Abades, al que el Gobierno de España inyecta por Decreto 29,3 millones de dinero público por la caída de la actividad durante la pandemia (29.300.000 €). El grupo Abades gestiona hoteles, restaurantes, áreas de servicio y negocios de catering por toda Andalucía, siendo el grupo que atraca a los usuarios de muchos hospitales públicos en las cafeterías o las máquinas expendedoras de los pasillos, por ejemplo.

Hay que ser comprensivos con la hostelería en épocas de vacas flacas y no preguntar a costa de qué maximizan los beneficios en épocas de vacas gordas. Bastaría con conocer ciertos detalles concernientes a salarios, horarios y condiciones de las empleadas y empleados de buena parte del sector, pero… mejor hacer la vista gorda. «Entre calores y una vieja cafetera / Gorka-limotxo trabaja, pero sueña. / Este maldito trabajo / voy a mandar a todos al carajo. / Tras la barra del bar / una vida se va» («Tras la barra» Platero y tú, 1993).

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