Duelos románticos

Borges viene a decir que, «menos el hombre, todas las criaturas son inmortales porque ignoran la muerte». Puede que la esencia del héroe estribe en eso, en sentir la eternidad, aunque sea momentánea. Por eso, el superhombre perenne es irreal. Lo que realmente existe son las heroicidades, el puntual paladín. Que una persona sin pensar en más se lance a las llamas para salvar a un niño o que salte a las vías para librar a un semejante de una muerte segura, pues el metro lo arrollará en unos segundos, son momentos impensables de gloria. Ese momento nos ciega. El fulgor nos llama. La muerte no existe, sin embargo. Por eso desafiamos las aguas bravas o el edificio que se desmorona. El niño, al ver la muerte tan lejana lo hace temerario, inconsciente si queremos. Qué va a pasar, se pregunta, quitándole importancia a su atrevimiento. En el fondo, empero, nadie es consciente de su propia muerte, tal vez el suicida. La muerte siempre les llega a los demás. Somos inmortales hasta que no se demuestre lo contrario. ‘Soy el novio de la muerte’, cantan las legiones españolas. ¿Ardor guerrero? ¿Valentía? ¿Patriotismo? ¿Soledad? ¿Hastío?

‘Dios ha muerto’, firmó Nietzsche. Haciendo un ingenioso juego de palabras, alguien dijo ‘Nietzsche ha muerto’, y lo firmó como Dios. ¿Qué sentencia es más real? Para los millones de personas que creen en la divinidad, la segunda, desde luego, pues Dios es inmortal, no tiene principio ni tiene fin. Para los creyentes Dios es el único ser cuya esencia es su existencia. Para el resto quizá, tanto el pensador alemán como el supremo Hacedor han muerto o no existen, que no es lo mismo pero es igual.

El condenado a muerte —se puede pensar con perverso romanticismo— tiene la ventaja de poder pedir su última voluntad, un pensamiento, un cigarrillo, una carta, un beso. Quizá también, siguiendo con el macabro pensamiento, el enfermo terminal, no el moribundo postrado en el lecho, sino el que conoce, por un virus o una dolencia degenerativa que sus días están contados, que su vida tiene límite, que su colear caduca, puede conformar el resto de su vida, entonar en esos meses, semanas o días, un canto de cisne a medida. (También podríamos vivir cada día como si fuera el último.)
Se cuenta que Nerva, consejero del emperador Tiberio, antes de quitarse la vida dijo que «quien se suicida dispone así de su propia muerte». Hay suicidados voluntarios (permítaseme la redundancia); suicidados que planean su muerte, a cambio de los suicidados por puro arrebato. Los primeros pueden preparar el terreno, escribir despedidas, dilapidar sus bienes o pedir un préstamo, pongamos por caso. En definitiva poder hacer una «locura» (¿otra?).

Krahe prefería la hoguera, yo me inclino por el duelo a pistola. (A espada, tiene también su entelequia pero se necesita mayor una destreza y una fatiga postrera que no sé hasta qué extremo estaría dispuesto a asumir, aunque Jules Barbey D’Aurevilly dijera que «una bala, la única arma que mata sin apasionarse, en tanto que la espada, por el contrario, comparte la pasión de la mano».)

El duelista puede perecer o salir invicto, terminar herido o moribundo. El duelista puede hacer testamento y ordenar lo que deja, si acaso deja algo. Aunque lo más importante, llegado el caso, además de lavar su honor, mostrar su elegancia y caballerosidad, etc., es el discurso caído, las últimas palabras de su vida entre difíciles respiraciones o estertores, toses definitivas, mientras por la boca se le escapa la vida. Unas palabras que habrá estado rumiando toda la noche hasta la amanecida, hasta despuntar el alba y entre vaharadas, antes de que el sol sonría, elegir arma (o coger la sobrante), jurar dignidad a los jueces, presentar testigos, que son los padrinos (no de vida, sino de muerte), dar la espalda a su fiel enemigo, avanzar los números que se cuentan para alejar la distancia, encomendarse al cielo o a las sombras, rogar para tener el temple suficiente de no disparar antes de que termine la cuenta y, a ser posible, no antes que su adversario, darse la vuelta, apuntar sin flaqueza, disparar hábilmente, recibir el impacto con gallardía, caer con entereza, yacer en los brazos de alguien que difícilmente tapona la herida con un pañuelo, quizá de encaje, quizá de seda, repetir las palabras repetidas durante toda la velada ante el espejo acaso, despedirse del mundo sin rencor, perdonar a su oponente y, sobre todo, declarar el verdadero amor a la dama de sus sueños. Un verdadero acto de amor, de locura o de valentía. Lautréamont llegó a escribir: «Los hombres que no se baten en duelo creen que los que se baten en duelo a muerte son valerosos».

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