El bozo femenino

A pesar de la somática belleza de Frida Kahlo, siempre ha llamado la atención la manifiesta pelusa que mostraba sobre el labio superior; un bozo que nunca trató de ocultar.

La mujer, por natura, es imberbe, como los indios —salvo los hotentotes que, quizá por la rima, ostentaban bigotes—, aunque la depilación y los afeites tengan mucho que decir en la consecución de algunos rostros.

No hace tanto que en los circos se mostraba como atracción a la mujer barbuda que, si no era una rareza, gozaba de los mismos extremos que el hombre forzudo, las hermanas siamesas o algunos seres antropomorfos.

Genéricamente —herencia de nuestros mayores—, podemos pensar que el vello en la mujer roza lo antiestético, pero no siempre ha sido así o no para todos.

Rescato, para su defensa, un par de textos de Gustave Flaubert, donde exalta la indudable ‘belleza’ de la mujer a la que el pelo oscurece la cara bajo su nariz. Perdonen que me extienda. El primero de estos párrafos pertenece a ‘Memorias de un loco’ (1838) y dice así: «Era grande, morena, con magníficos cabellos negros que le caían en trenzas sobre los hombros; tenía nariz griega, ojos abrasadores, cejas altas y admirablemente arqueadas, su piel era ardiente y como aterciopelada con oro; era delgada y fina, se veían venas de azur serpenteando sobre aquella garganta morena y púrpura. Y como añadido una pelusilla masculina y enérgica capaz de hacer palidecer las bellezas rubias».

En 1857, en su novela de más éxito, el escritor francés insiste nuevamente: «Nunca Madame Bovary estuvo tan bella como en esta época: tenía esa indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del éxito, y que no es más que la armonía del temperamento con las circunstancias. Sus ansias, sus penas, la experiencia del placer y sus ilusiones todavía jóvenes, igual que les ocurre a las flores, con el abono, la lluvia, los vientos y el sol, la habían ido desarrollando gradualmente y ella se mostraba, por fin, en la plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían recortados expresamente para sus largas miradas amorosas en las que se perdía la pupila, mientras que un aliento fuerte separaba las finas aletas de su nariz y elevaba la carnosa comisura de sus labios, sombreados a la luz por un leve bozo negro».

El poeta Al-Mutamid (1040-1095), rey de la taifa de Sevilla, traducido primorosamente por Miguel Hagerty, escribió: «El bello de la cara perfeccionó su belleza / casando la noche con el día. / Negro sobre blanco, narciso, y mirto / la tertulia sería perfecta si su saliva fuera mi vino».

También podríamos acordarnos en este aspecto el vello que detectó el rey Salomón en los tobillos de su invitada, la reina de Saba, reflejados en el suelo pulido de su palacio en Jerusalén, pero dejaremos esa historia para otro momento.

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