El canturreo feliz

Nietzsche afirma que los que cantan son felices y, acto seguido, se pregunta por qué cantan los rusos. Ignoro si el pueblo soviético en la primera mitad del siglo XX, cuando el pensador alemán podría haber escrito esta sentencia, era feliz o no, con la Guerra Mundial, la Revolución del diecisiete, los bolcheviques y el anarquismo (Lenín decía que en una revolución que se preciase debía haber fusilamientos). Lo que sí puedo asegurar, después de haber tratado algún ruso, es que por lo general son cantarines y felices (en ese orden).

No cabe duda que el canto (coral) o el cante (individual, los flamencos saben de eso), es motivo de dicha. «Quien canta reza dos veces», decía san Agustín. Es una manifestación del ánimo. Se canta cuando se está alegre —y también cuando se está bebido—; y, aunque Nietzsche se refiriera al canto coral de todo un pueblo, existe un exquisito acercamiento al ‘canturreo’ o al cante individual, a veces involuntario, que se desliza entre dientes o con los labios apretados, naneando en las labores cotidianas, bajo la ducha o durante la limpieza, por poner.

La televisión, entre otras cosas, ha mermado nuestra inclinación al canturreo. Antaño, me consta, nuestras madres, abuelas y trabajadoras del hogar, verbigracia, entonaban las cancioncillas de moda o acompañaban los sones de la radio (puede que también de los voceros o vendedores ambulantes). El canturreo es un cante individual aunque no tiene por qué ser solitario. No es difícil que al entrar a un taller algún operario —o más de uno— por su cuenta esté canturreando.

Ferrer Lerín comenta en su blog que tales cantantes «son inconscientes» de su condición y define el canturreo como «esa cancioncilla indefinida que susurra cuando es feliz, una costumbre que sólo grandes personalidades (…) son capaces de mantener durante toda una vida».

Hay algo más que se acerca al canturreo, aunque sea completamente distinto. Se trata de la cancioncilla nemotécnica que antes se imponía en las escuelas para aprender las lecciones. La oración de la mañana era prácticamente musical; las operaciones matemáticas o los límites del estado español se aprendían cantando. Recuerdo que al unísono recitábamos: «¡España limita al norte por el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separan de Francia!». Beatriz Elorza, una maestra granadina del colegio de La Presentación, musicó en su tiempo la lección de los ríos de España — una canción para cada corriente— y su alumnas, pasados treinta o cuarenta años, aún se acuerdan de la cantinela. (Los tartessos establecieron sus leyes de forma rimada y posiblemente a compás.)

Cela, en ‘Los vasos comunicantes’ (1981), haciendo un paralelismo con el refrán, comenta que «el canturreo es posiblemente la primera forma de expresión literaria».

La dependienta de la panadería a la que suelo acudir todas las mañanas me despide con un «hasta luego» musical que, suavizando la ‘ge’ y alargando la ‘o’ final, me arranca siempre media sonrisa. El canturreo es un signo de civilizada felicidad.

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