El vecino

Mi vecino celebró el Día del orgullo LGTBI llamando ‘maricona’ a otro vecino, a gritos. Creo que no sabía que era el Día del orgullo LGTBI, pero, aunque lo supiera, no sería óbice para que considere que ese es un usual y efectivo insulto. El otro vecino, que no viene al caso, algo se merecía, pues pasa a 40 km/h con un patinete por mitad de una calle, tranquila, donde juegan niños, pasean ancianos y los gatos toman la sombra. Estoy convencido de que mi vecino no me lee, que no lee esto, porque estoy convencido de que no lee, en general; pero si es así, desde aquí lo saludo, y si me grita ‘maricona’, sabré que nuestras inteligencias se han encontrado en estas líneas. El caso es que mi vecino, el que insulta, gritó con todas sus fuerzas y me pareció un oxímoron social, pues la televisión, entre tanto, me hablaba de la centenaria lucha de quienes se separaron del rebaño bigénero y han defendido, más que todos los románticos del arte que son y han sido, la vigencia el amor libérrimo, electivo, sin rienda, sin norma. El insulto recorrió toda la calle, con toda su heteronormalidad incluida –vieja o nueva heteronormalidad, lo mismo da― y se reía de las luchas, las conquistas, las reivindicaciones, los muertos, las palizas, los insultos y el dolor, como un zombie del siglo XIX.

Quedaría en una cuestión callejera, esas cosas que tienen las calles y las tabernas, donde el lenguaje no se respeta ni a sí mismo y lleva milenios infectado del virus de la injuria. Pero ese mismo lenguaje exclusivo, esa defensa de una sola ―que ni grande ni libre― normalidad, ese empeño de mirar a través de una aparente norma que encaja el sexo y el género, sigue muy viva. Para nuestra desgracia absoluta no coloniza solo la boca de mi vecino, la mente de mi vecino y quizá la del suyo, lector ―incluso puede colonizar mi boca o su cabeza, quién sabe― sino que ronda las sedes parlamentarias y pretende asaltar las leyes. Por los juzgados corre el empeño de que la bandera de múltiples colores no debe ser enarbolada, una semana al año, en los balcones municipales; hay quien se tira de los pelos si el community manager de la Guardia Civil abre las puertas del Cuerpo al arco iris; por el Congreso corre la extrema derecha ―ora lanzafuegos, ora bomberos― enredada en el hilo del orgullo LGTBI, convivientes con su esquizofrenia y su testaruda búsqueda del foco del centro de la pista. Hay un absurdo retorno a la defensa del concepto de la familia ‘natural’ (como si fuesen yogures); hay obcecación con penes y vulvas, vulvas y penes, niños y niñas, para crear un eslogan desafortunado que colgar de un autobús. Hay esa muy malintencionada, burda, pestilente identificación de la homosexualidad con la pederastia.

Por eso estas cosas no pasan solo en mi calle, tranquila, con pájaros cantarines gatos ociosos, sino que esos gritos se oyen por los pasillos de las instituciones y de allí vuelven a retumbar por todas las calles, para mayor vergüenza de los que tiene la voluntad de convivir, sencillamente. Las denuncias por homofobia han aumentado en un 58% en 2019. Aun habrá quien no quiere verlo, quien niega las evidencias ―como se niega la evidencia del feminicidio―, a quien el ‘maricona’ de mi vecino le entra por un oído y le sale por otro. O peor aún: le ríe la gracia.

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