En defensa de la Racionalidad

En la sociedad civilizada se responde al cálculo con el cálculo; en la no civilizada se responde al sentimiento con sentimiento.(Norbert Elías, El proceso de la civilización)

Ya Freud relacionaba la cultura con el control de las pulsiones y hablaba del malestar que dicho control producía a los individuos. El proceso de civilización, como analizó de manera brillante el sociólogo Norbert Elías ya en los años treinta del pasado siglo, es un proceso largo y complejo mediante el que se van modelando los comportamientos y la sensibilidad de los individuos gracias a procedimientos de coacción social y de autocoacción. La civilización burguesa surge hace más de 500 años como la regulación del conjunto de la vida afectiva e impulsiva a través de mecanismos psicosociales que producen la autodominación continua de los individuos. La complejidad creciente de las sociedades modernas, producto de una mayor interrelación entre los individuos, exige que el comportamiento de estos sea lo más estable y predecible posible. La uniformización de los comportamientos y actitudes se produce mediante los diversos procesos de socialización a los que los individuos están sometidos: la familia, el vecindario, el sistema educativo, los medios de comunicación social, desde el púlpito a las redes sociales pasando por la prensa, la radio y la televisión, etc., sin olvidar por supuesto las leyes y las regulaciones políticas.

Todos estos medios confluyen en la conformación del carácter de los individuos en las sociedades modernas, que pasan de estar sometidos a un miedo exterior a interiorizar las normas de comportamiento cuya transgresión produce vergüenza ante la desaprobación ajena y miedo a ser objeto de sanción por el poder político. Esta interiorización de las normas hace que el control externo del comportamiento se vea reforzado por un autocontrol interno sobre el comportamiento y las actitudes que permita su previsibilidad, la represión de los excesos y la aminoración del papel de las pasiones, sentimientos y emociones en dicho comportamiento. Este proceso de interiorización del control social es una de las dimensiones fundamentales del surgimiento del individuo moderno y en dicho proceso tuvo un papel fundamental el cristianismo reformado protestante. Michel Foucault concibió este aspecto de la sociedad moderna como la constitución de una sociedad disciplinaria en la que una serie de instituciones como la familia, la escuela, la fábrica, el cuartel, el hospital etc., disciplinan y uniformizan a los individuos haciendo previsible y controlable su comportamiento así como desarrollando su utilidad para el sistema económico.

Las sociedades modernas desarrollan unos aparatos estatales que tienen el monopolio de la violencia legitima y de esta forma pacifican la vida de los ciudadanos. El comportamiento de los individuos pasa de la necesidad de autodefensa a la exigencia de cumplir las leyes para evitar sanciones. Se introducen mediaciones legales en los litigios que dejan de ser duelos personales para convertirse en juicios ante un tercero. Esta pacificación de la vida social exige que los individuos repriman de manera continuada los impulsos que los llevan a agredir físicamente a quien se interponga en su camino. Las sociedades modernas suponen en los individuos el control de las pasiones, el dominio de los afectos y el cálculo sobre las posibles consecuencias a largo plazo de sus actos, es decir, en ellas se da un proceso de racionalización del comportamiento que intenta dominar los aspectos emotivos incontrolados. Volviendo otra vez a Freud podemos decir que el principio del placer cede ante el principio de realidad: la satisfacción inmediata de las pulsiones se reprime para adaptarse a las conveniencias sociales y a las leyes. Precisamente madurar supone acceder al control de las pulsiones y conseguir un descentramiento del propio yo que se abre a los requerimientos de los otros, rompiendo con su narcisismo primigenio y autocentrado. La carencia o la debilitación del monopolio de la violencia física, es decir de las estructuras estatales, supone que no hay contención de los instintos y que por lo tanto aumenta el riesgo de sufrir la violencia física por parte de los otros. Donde no hay Estado o este se encuentra debilitado el estado de naturaleza se impone, lo que supone el dominio del más fuerte.

El proceso de racionalización creciente que dio origen a la sociedad moderna se vio acompañado por una configuración de los instintos que se muestra como vergüenza o escrúpulos y que supone que el que lo tiene teme perder el respeto o la consideración por parte de sus grupos o personas de referencia. Tanto la racionalización de los comportamientos como el surgimiento del sentimiento de vergüenza se despliegan cunado los miedos externos ceden su lugar a los miedos internos, miedos a no controlar las situaciones y miedo a no ser respetado por los otros.

Si la modernidad despliega un proceso de racionalización creciente ese proceso no es ininterrumpido, ya que precisamente el fascismo supone una interrupción de esa racionalidad en el nivel político y valorativo, (no tanto en el mantenimiento de la racionalidad productiva capitalista). Si la modernidad supone la inhibición y el control de los instintos ,el fascismo es un proceso de desinhibición ,hasta el punto de que se lo ha podido definir como una síntesis de humanismo y bestialidad, una coincidencia paradójica de inhibición y desinhibición de las tendencias más primarias del ser humano. Esto es importante porque aunque el fascismo histórico fue derrotado en la segunda guerra mundial, con tristes excepciones como la española, se produce en los últimos tiempos, por ejemplo en el populismo, un resurgir de actitudes y comportamientos que tienen muchas similitudes con dicho fascismo histórico, sobre todo en el sentido de sustituir la racionalidad y la pedagogía en la política por el predominio desinhibido de los sentimientos y las emociones. El machismo, el racismo, la xenofobia, etc. que estaban mal vistos y que nadie se atrevía a exhibir en público, aunque se mantuvieran en privado en mucha gente y de manera inconsciente en casi todo el mundo, ahora se muestran sin ningún pudor y sin complejos, especialmente por parte de la extrema derecha populista, atendiendo a un vidrioso imperativo de autenticidad y de autoafirmación narcisista y grupal.

La vulnerabilidad de un individuo ante la ideología fascista depende de sus necesidades psicológicas, especialmente de sus miedos y sus deseos inconscientes. Lo que la gente piensa y dice depende del clima de opinión en el que vive, pero cuando dicho clima cambia unos individuos se adaptan más rápidamente que otros. Los individuos difieren en su receptividad respeto a la propaganda antidemocrática y en su disposición a exhibir comportamientos antidemocráticos. La adhesión a valores antidemocráticos se produce a veces más debido a la identificación con el grupo de referencia que a la defensa racional de los propios intereses, lo que a veces lleva a una “perversión del deseo gregario”. En la ideología hay un factor situacional y un factor de la personalidad. Dado que el fascismo favorece solo a una minoría, para conseguir el apoyo de masas que necesita no puede apelar a sus intereses racionales sino a sus necesidades emocionales, a los deseos y miedos más primitivos, instintivos e irracionales. La debilidad del ego favorece a su sumisión al convencionalismo y al autoritarismo porque el individuo débil busca sus referencias en instancias exteriores a sí mismo, lo que conlleva una cierta “externalización de la conciencia”, y al alinearse con el poder el individuo supone que sometiéndose al poder dominante puede participar del mismo ,aunque sea en una posición subordinada. Pero no nos podemos engañar ,varios autores ,desde W. Reich hasta G. Deleuze, nos han recordado que aunque el fascismo iba contra sus intereses conscientes muchos individuos lo apoyaron debido a sus miedos y deseos inconscientes, deseos de autoafirmación frente al inferior, de búsqueda de un chivo expiatorio a quien cargar sus problemas, de desinhibición de sus tendencias machistas, racistas, xenófobas, etc., de identificación con los ganadores y fuertes, de mimetismo con la mayoría, etc.

Frente a esta manipulación afectiva y emocional de los deseos y miedos inconscientes de los individuos lo que hay que hacer es, más que manipular a la gente para que se comporte de una manera democrática, estimular sus capacidades de autodeterminación y de autoconciencia para que resistan todas las manipulaciones y seducciones. Una cosa es que en tanto que postmodernos ya no podamos admitir una racionalidad puramente racionalista, espiritualista, desencarnada y abstracta y otra cosa es que abjuremos de toda racionalidad y nos echemos en brazos de las meras emociones y sentimientos. Se puede defender una racionalidad débil, no racionalista, no autoritaria, abierta a los sentimientos y las emociones sin caer en el puro irracionalismo decisionista que solo se rige por la propia voluntad desnuda y sin ningún tipo de justificación más que el “yo así lo quiero”. La justificación racional de las propias preferencias , el filtrado de las propias tendencias irracionales, la aceptación de los hechos, no es una claudicación ante una razón totalitaria sino la apuesta por un terreno común abierto a todos los concernidos e interesados en cada caso en el que se puedan desplegar los procedimientos democráticos basados en un diálogo lo más desprejuiciado posible y que no acepte la sumisión a elementos extrarracionales, como la violencia o como la seducción retórica, tan empleada por el fascismo y el populismo. En ese sentido el mantenimiento de los valores ilustrados de libertad, igualdad y solidaridad para todos es una exigencia actual que no puede ser rechazada bajo el pretexto de la posible contaminación de los mismos en la modernidad real sometida, no lo olvidemos, al predominio capitalista. No ampliemos las justas críticas al capitalismo hasta extenderlas al conjunto del legado ilustrado.

Esta exigencia es especialmente importante en países como el nuestro dónde los valores de la racionalidad y la ilustración han penetrado tan poco debido a un proceso de selección histórica negativa que en cada coyuntura histórica relevante ha optado siempre por el elemento menos avanzado. Así la unificación del Estado español por los Reyes Católicos se hizo a costa de los judíos y musulmanes; posteriormente el Imperio excluyó a los erasmistas, protestantes, moriscos y hasta a los cristianos nuevos tratados como judaizantes; en el siglo XVIII se prefirió al Filósofo Rancio y los majos frente a los Ilustrados como Aranda, Jovellanos, Esquilache o Goya; en el siglo XIX se impusieron los moderados frente a los liberales; y en el XX se expulsó o eliminó de nuevos a los liberales acompañados esta vez de socialistas y comunistas.

Por eso ahora no se trata de eliminar los pocos rasgos de racionalidad que quedan en el país anegados por un mar de sensiblería, sentimentalismo y emociones desbordadas que empiezan a hacer acto de presencia en los ámbitos políticos después de colonizar amplios espacios en la vida cotidiana, los medios de comunicación y las redes sociales. Que la derrota de Trump suponga la contención de su influencia en el mundo en su conjunto y que en el debate político cese la proliferación de mentiras, insultos y descalificaciones en beneficio del establecimiento de un mínimo común compartido sobre el cual se pueda establecer los consensos tan necesarios para afrontar las variadas crisis en las que estamos sumidos.

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