En la puerta giratoria

Los días que estamos pasando son preocupantes y tristes. Preocupantes por nuestra ineficacia para afrontar retos compartidos. Tristes por la conciencia de que esa ineficacia tiene efectos letales. Nos duele sobre todo cuanto podíamos haber hecho y no hicimos. Nos resignamos ante el mal cuyo remedio quedaba fuera de nuestro poder.

Y, pese a todo, son interesantes. Las situaciones de urgencia son las que ponen a prueba nuestra creencia en la democracia. La democracia es el derecho a la libertad del otro. El joven Marx escribía que nadie estaba en general contra la libertad, estaba contra la libertad de alguien. De hecho hacemos las reglas para coartar libertades que nos resultan inasumibles. Hablar a favor de la libertad en abstracto es un fraude. Dime qué libertades promueves y cuáles coartas -¡y cuáles eliminas con tu libertad!- y comenzamos a entendernos.

Las situaciones de urgencia son las más propicias para exigir personas providenciales, aquellas que con su inteligencia y decisión sepan enfrentarse a las exigencias de la realidad. En ese momento los procedimientos de la democracia se nos vuelven absurdamente lentos y onerosos. Necesitamos creer que existe una verdad, y que esta se selecciona fácilmente, para contener el mal. Quienes no lo tienen claro nos parecen unos sofistas y hasta cómplices del desastre.

Lo peor de todo es que solemos razonar así a menudo. Se habla de política económica y se dice que solo una es posible y que la otra es solo miseria y escasez. Se habla de mecanismos de participación y se considera que solo los líderes funcionan, porque el resto es ineficacia. La verdad es un fantasma que se llama la ciencia. Una ciencia que es la de las coyunturas históricas. No solo sabe sin disputa qué es verdad sino también cómo, cuándo, dónde y de qué manera aplicar esa verdad. Se sabe entonces mucho; mucho más de lo que razonablemente se puede.

Hablando así queremos huir de los costes de transacción políticos. Estos derivan de las exigencias del debate democrático. Un debate que necesita abrirse, desarrollarse y cerrarse. Si no se cierra, la democracia es una escuela de diletantismo y de poseur–de individuos que dicen hacer política pero que en realidad se entretienen y nos entretienen con gestos vacíos para la galería.

No estamos en una situación nueva. Nos encontramos, eso sí, dando vueltas. Unos días unos se creen los detentadores del saber y claman contra los prudentes, acusándolos hasta de criminales. Otros días son los partidarios de la prudencia quiénes conocen todas las cuentas sobre los costes y creen que cuanto arguyen otros son cuentos sobre la realidad. El problema es que hay algo que no entra en el cálculo de quien ocupe el lugar del calculador sin falla. Las personas necesitan estar convencidas de las acciones que ejecutan o, de lo contrario, las abandonan cuando se les presente la oportunidad. Una de las condiciones de la ciencia es convencer y no imponer. Quizá eso aclare algo sobre el problema de nuestra desescalada.

No hay solución al dilema. Necesitamos medidas urgentes pero estas tienen problemas en sí mismas. Solo conocemos una manera de desarrollarlas: estableciéndolas con el debate democrático. Ese lugar fantástico de la ciencia absoluta no existe.

Olvidarlo es creer hacer política cuando una da vueltas en una puerta giratoria y escenifica roles diferentes. Un día le toca ser Creonte y otro le toca ser Antígona. Como supo ver Slavoj Zizek , y seguramente sugería ya Sófocles, era necesario que el pueblo de Tebas se librase conjuntamente de ambos imbéciles. Lo malo es que ni siquiera eso es tan fácil… porque somos cada uno de nosotros ocupando cada papel en momentos distintos.

 

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