Ermitaños de quita y pon

En una de las primeras entregas de este ‘Imaginario’ hablé de san Simeón el Estilita y la estremecedora y, en cierta forma, radical decisión de estos anacoretas que deciden pasar el resto de sus vidas subidos a una columna o tapiados en una cueva «para apartarse de las tentaciones del mundo». Anacoretas, ermitaños, eremitas, ascéticos… Puede quizá que no estén claros estos términos. Entre mis notas recojo algunas definiciones y apuntes para poner en orden sus calificaciones o, como decía un viejo profesor, «para que las dudas queden aumentadas».

El asceta o ascético es la persona que se dedica particularmente a la práctica y ejercicio de la perfección espiritual. El anacoreta —que habitualmente es asceta— es la persona que vive en lugar solitario, entregado enteramente a la contemplación y a la penitencia. Eremita o ermitaño vienen a ser lo mismo. Es la persona que vive en una ermita y cuida de ella, vive en soledad, como el monje, y profesa vida solitaria. Por lo tanto podría también ser anacoreta y ser ascético a la vez. Parecido en su forma exterior a los anacoretas o ermitaños cristianos pero en territorio musulmán es el morabito.

En contra, el cenobita es la persona que profesa la vida monástica, o sea, que vive en un monasterio, convento, abadía… en compañía de otros monjes o monjas. Tales frailes tradicionalmente pueden emprender una vida de retiro espiritual y pasar a ser ermitaños y también se contempla el caso contrario, el eremita que reúne a su alrededor a un grupo de monjes seguidores, conformando así un cenobio.

El escéptico es diferente. Es la persona que no cree o afecta no creer en determinadas cosas. No es el ateo, que niega la existencia de Dios. Es más bien un agnóstico, que es quien declara inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto, y reduce la ciencia al conocimiento de lo fenoménico y relativo; aunque en realidad el ateo también sea agnóstico.

«Porque escéptico —escribe Unamuno en ‘Mi religión y otros ensayos’ (1910)— no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él». En ‘El retrato de Dorian Gray’, de 1890, Oscar Wilde afirma que «el escepticismo es el principio de la fe».

Este devaneo terminológico sólo responde a un par de acercamientos a ermitaños con que me he topado (y perdonen la extensión).

El primero es un cuento brevísimo del novelista francés Léon Bloy (1846-1917), llamado ‘Los cautivos de Longjumeau’. Dice así: «Uno de los hombres más grandes de la Edad Media, el maestro Juan Tauler cuenta la historia de un ermitaño a quien un visitante inoportuno pidió un objeto que estaba en su celda. El ermitaño tuvo que entrar a buscar el objeto. Pero al entrar olvidó cuál era, pues la imagen de las cosas exteriores no podía grabarse en su mente. Salió pues y rogó al visitante le repitiera lo que deseaba. Éste renovó el pedido. El solitario volvió a entrar, pero antes de tomar el objeto, ya había olvidado cuál era. Después de muchas tentativas, se vio obligado a decir al importuno: Entre y busque usted mismo lo que desea, pues “yo no puedo conservar su imagen” lo bastante para hacer lo que me pide».

El atractivo de los ermitaños llega hasta tal punto que, en otra época, en Inglaterra (y quizá en más lugares), las residencias nobles contrataban para ambientar sus tierras o jardines a uno de estos solitarios y animaban a los vecinos a visitarlo como se contemplan las rosaledas o se emprende una partida de caza.

Así Manuel Mujica Lainez, en ‘El Escarabajo’ (1982), cuenta, que uno de estos personajes llegó a acomodarse de tal forma a su jardín, que la señora de la casa no pudo más que lanzar este parlamento: «También hay que concluir con el problema del ermitaño. Ha vuelto a quejarse de la comida, y eso no puede ser. El contrato que establecí con él es idéntico al de mi Tío Hamilton con el suyo: debe permanecer siete años en la ermita, donde es provisto de una Biblia, gafas, un escabel, un reloj de arena, agua y comida de esta casa. Debe vestir un sayal, no cortarse jamás los cabellos, la barba o las uñas, ni hablar con el servidor, ni abandonar los límites de la propiedad. Al cabo de siete años, le pagaré setecientas libras, como mi Tío Hamilton. Han transcurrido tres, y se queja de lo que come. ¡Al Diablo con el exigente! Por lo demás engorda, y no parece un ermitaño sino un burgués barbudo. Hoy hablaré con él en la ruina gótica. Sé que lo han visto jugando a los dados con uno de los palafreneros, cuando un grupo de amigos nuestros andaba por el parque. De continuar así, tendré que cambiarlo. Le daré doscientas libras y tendré un ermitaño flaco, como corresponde».

Seguidamente el autor argentino, en boca de su protagonista pone una breve explicación: «Me enteré más tarde de que la sofisticada moda de entonces quería que los señores ingleses más “literarios”, añadiesen al numeroso servicio de sus casas solariegas, un individuo a sueldo que representaba el papel de decorativo ermitaño, y que solía residir en su parque, en una “ruina” arreglada o inventada. Los ingleses son muy singulares».

Hace días la sonrisa de mi asombro volvió a florecer cuando, releyendo ‘El ruido y la furia’ de William Faulkner (1929), —aunque no se refiera a un eremita al uso— hallo este pasaje extrañamente paralelo: «Aquí en Jefferson hay un tipo que hizo un montón de dinero vendiendo a los negros cosas medio podridas, vivía en una habitación encima de una tienda del tamaño de una pocilga, y él mismo se hacía las comidas. Hace cuatro o cinco años se puso enfermo. Se llevó un susto de mil demonios así que cuando volvió a estar en pie se fue a la iglesia y se compró un misionero en China, cinco mil dólares al año. Yo suelo imaginarme lo furioso que se pondría acordándose de los cinco mil anuales si se muriese y se encontrase con que no hay cielo. Es lo que yo digo que se muera ahora y se ahorre el dinero».

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