Fundados motivos de divorcio

No encuentro mayor motivo de divorcio que el comportamiento en la mesa, a excepción de que ambos cónyuges observen un igual trato de los alimentos y los utensilios para deglutirlos. Lo principal en la mesa es la naturalidad que, según Cela en ‘Toreo de Salón’ (1963), «es fruto de la paciencia», que sin ir más lejos es la sencillez entre el que come y el que observa, o viceversa. Pero existen unos mínimos que deben ser observados para una convivencia saludable. Hay usos que son permisivos, como mojar pan en la salsa, pelar la fruta con las uñas, partir el pan con el cuchillo una vez puesto en la mesa o cambiarse los cubiertos de mano arbitrariamente. Sin embargo es inadmisible comer con la boca abierta, llevarse el cuchillo a la boca, sorber la sopa, chupar la cucharilla del café o beber directamente del plato como si fuera un cuenco; y no digamos tirarle migas de pan al comensal de enfrente o hacerse la manicura en la mesa, como denuncia Franz Kafka, en ‘Cartas al padre’ (escrita en 1919, aunque publicada con posterioridad a su muerte, en 1952), en la que escribe: «Una vez sentados a la mesa, sólo era permitido ocuparse en comer. Pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, sacabas punta a lápices, te hurgabas las orejas con escarbadientes».

Otro motivo de divorcio podría ser la inevitable propensión al ronquido. Hay quien se acostumbra y lo consiente; hay quien lo comparte, estableciendo un dúo nocturno que para ellos quede; hay sin embargo quien no lo soporta y sigue cualquier estrategia para luchar contra el insomnio, como dormirse antes que el roncador, darle estratégicos empellones o chasquear la lengua, a veces durante toda la noche, prácticas que terminan en el mejor de los casos por convocar al sueño más por agotamiento que por eficacia. Paul Auster cuenta en ‘La invención de la soledad’ (1982), su primera novela autobiográfica: «Parece mentira, pues últimamente uno de ellos ha estado quedándose a dormir en el taller y sus ronquidos no dejan dormir a A.». Los indios de las praderas tapaban la boca de los niños para evitar sus ronquidos durante el sueño. Un ruido en la noche serena podía suponer el descubrimiento de su enemigo y el culmen de una emboscada exitosa; podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. No obstante hay quien no solo se conforma con el bufido más o menos ronco de su compañero o compañera de lecho, sino que le trasmite paz, seguridad y cierto sentido identitario, como escribe Jorge Amado en ‘Doña Flor y sus dos maridos’ (1966): «Ese ronquido completaba su condición de hombre; fuerte, noble y hermoso hombre, su esposo».

Motivo de divorcio sin ninguna duda es la halitosis galopante. Juan Luis Vives, por otra parte, partiendo de Plutarco, entre otros, en su obra ‘De institutione feminae christianae’, un tratado sobre la educación de la mujer cristiana, traducida al castellano en Valencia en 1528, cita entre la nómina de mujeres célebres el caso de la esposa de Duelio, primer romano que obtuvo una victoria local, «por su capacidad de aguantar el fétido aliento de su marido sin la más mínima queja».

Por último ⸺aunque no para terminar estos fundados motivos⸺ aludiremos a esa cuestión tan relativa como es el mal gusto en general. Se dice que de gustos no hay nada escrito. Opino justo al contrario: «Difícilmente cualquier escrito obvia tratar del gusto». Haciendo memoria (seguramente gruesa), Antonio Gala confesó en uno de los programas televisivos de Jesús Quintero, conocido como El Loco de la Colina, que en su juventud quiso tener novia para escudar verosímilmente su condición sexual entre su familia y demás chicos (vuelvo a decir que cito de memoria). Un buen día, bien afeitado (en los dos sentidos del término) y vestido con esmero, se presentó en la casa de la susodicha para recogerla y sacarla a dar una vuelta o al cine e incluso pelar una pava estrecha. Antonio quedó sentado esperando a que la dama terminara de acicalarse cuando advirtió sobre la mesa un inconveniente jarrón de flores de plástico. No pudo resistir la ordinariez y sin siquiera despedirse abrió la puerta y se marchó, abandonando así a su supuesta amada y con ella a todas las mujeres que quisieran traspasar el umbral de la amistad. Todo esto ocurrió con anterioridad de su conocida aventura con un artista granadino, su gran amor, que desembocó en los maravillosos ‘Sonetos de la Zubia’ (1981-1987), tantas veces musicados; mi preferido: Víctor Mariñas, sin olvidar a Clara Montes, Ana Narra o Antonio Vega, cuando entonan, por ejemplo: «No creo en más infierno que tu ausencia»

CATEGORÍAS

COMENTARIOS

Wordpress (0)
Disqus ( )