Instituciones

Hace un tiempo hablaba con un conocido sobre el ambiente desastroso que había en una formación política. Le recordaba que, al comienzo de la aventura, nos reprochaba con desdén que pidiésemos garantías contra el posible uso degradado del aparato por parte de la dirección. No fue el único, pues muchos otros le jaleaban en sus ditirambos hacia personas a las que ahora aborrecía, y en sus chistes a quienes ejercíamos de cenizos entre tanta euforia. Le insistí en que una de las expresiones básicas del pensamiento republicano era la separación de poderes y que eso no conoce restricciones, tanto si quienes mandan son buenos como si no lo son. Me miro con cara de darme la razón pero me dio la sensación que pensando: entonces las cosas iban bien, ¡cualquiera sabía lo que iba a pasar!

En realidad nadie sabe lo que va a pasar. Estamos encerrados en nuestras casas, con el ejército desplegado y, cuando miramos las agendas, nos damos cuenta de ideas y proyectos que anotamos para estos días hace apenas una semana. El gobierno se remite a los expertos pero estos han previsto poco o preveían escenarios muy diferentes con similar fundamento empírico e idénticas dosis de especulación. El libro de Philip Tetlock titulado El juicio político de los expertos ofrece buenas razones para pensar que personas muy competentes en un tema no son siempre mejores acertando que el simple azar. Nadie sabe a ciencia cierta que los aparatos políticos serán pasto de carreristas y de disputas facciosas. Ha sucedido a veces y otras no. Pero el solo hecho de que exista la posibilidad, debería imponernos una enorme precaución. El comportamiento más razonable es esperar una posibilidad funesta, incluso sobre uno mismo. Eso hizo Ulises ante las sirenas sabiendo que le atraerían: atarse al mástil y limitarse su libertad. Esa es la lección política que encontré en la tragedia ateniense en mi libro Retorno a Atenas: incluso los mejores se vuelve desconfiados, hipersensibles y estúpidos. Y entonces dejan de ser mejores pero puede que con mucho poder si no los hemos atado en corto.

Y, en otro plano, eso es lo que había que pensar no hace unas semanas, sino siempre: un sistema de salud fuerte, con material, con trabajadoras y trabajadores que se sienten reconocidos es algo que puede parecer no tan necesario. Hasta que lo es. Entonces, por descuido, sociedades ricas carecen de camas hospitalarias para quienes caen en una epidemia, de medios para hacer un test y la República Popular China nos tiene que ofrecer mascarillas.

¿Cómo no nos avisaron los expertos? Seguro que hubo quienes advirtieron pero es difícil de prever si estamos ante una Casandra que dice la verdad o ante un obcecado que, de tanto anunciar lo malo, alguna vez acierta. Y seguramente ha sucedido por variables que muy fácilmente podrían no haber influido y en ese caso llevaban razón los menos alarmistas. ¡Qué más da! El gobierno debe ser de leyes y no de expertos y las leyes deben garantizar nuestra existencia por medio de instituciones. Y estas deben cuidarse con mimo por si alguna vez hace falta ponerlas al máximo de su fuerza protectora.

Así que si queréis aplaudir a las trabajadoras y trabajadores de la sanidad, permitidles trabajar en buenas condiciones. Ahora están llegando muy tarde a sus casas, trabajando en condiciones de riesgo y urgencia y sometidos a una presión inhumana -además de a un enorme peligro por falta de medios. Maldita la hora en que tienen que ejercer de heroínas y de héroes. Pensad en quienes no reponían el personal sanitario, en quienes cerraban plantas por falta de personal y en quienes loaban las economías en el gasto de protección de los ciudadanos y ciudadanas. No hacía falta ser experto para saber que si algo malo venía, íbamos a estar en muy malas condiciones. Las instituciones existen porque acumulan la inteligencia colectiva y esta se construye en la memoria de las grandes hecatombes. No siempre suceden pero cuando suceden nos recuerdan lo frágil que es todo.

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