Jaque mate

En los duelos de siglos pasados, en los que un guante hacía de Rubicón, los contrincantes, que se batirían a pistola o espada, además de acudir al campo del honor con sus dos padrinos, portaban una carta en el bolsillo de su chaleco o en la faltriquera por, si resultaban muertos en el enfrentamiento, les sirviera como despedida postrera a un mundo adverso que sin él, ¡ay!, seguiría girando impasiblemente. La noche anterior, como el que vela armas, se habría pasado el duelista componiendo esta triste despedida, en la que, en primer lugar, perdonaba al ejecutante que le había dado muerte y humildemente le concedía el beneplácito de la razón (el destino había hablado); en segundo lugar, daba las gracias a los oficiantes y firmaba, en su caso, nota rubricada para la Justicia diciendo que habían sido forzados a desempeñar tal padrinaje, y los eximía de toda responsabilidad; en último extremo se despedía de sus seres queridos y de su buen amada que, en bastantes de los casos, era el motivo de aquel encuentro fatal.

En alguna otra ocasión he contado la anécdota de aquel noble francés que andaba leyendo, cuando los guardias irrumpieron en su celda para acompañarlo a la guillotina, y, antes de incorporarse para emprender el último de sus paseos, graciosamente dobló la esquina de la hoja en que había abandonado la lectura.

Se cuenta del humorista Muñoz Seca que, acusado de albergar ideas ‘monárquicas y católicas’ iniciada la Guerra Civil Española, fue condenado a muerte. Al pelotón de fusilamiento le dirigió estas palabras: «Podéis quitarme la hacienda, mis tierras, mi riqueza, incluso podéis quitarme, como vais a hacer, la vida, pero hay una cosa que no me podéis quitar: el miedo que tengo». Dicen que los soldados que lo habían de fusilar le pidieron perdón y que él los consoló diciendo que estaban perdonados, que no se molestaran, «aunque me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades», añadió.

Es popular por otro lado la frase de origen incierto: «Dentro de cien años, todos calvos». La historia más estandarizada se remonta al 11 de abril de 1888, en el ajusticiamiento en Madrid de los autores del crimen conocido como del «Barrio de la Guindalera». Uno de los reos, dirigiéndose al público, pronunció dicha sentencia convidando indirectamente a todos los presentes a acompañarlo tarde o temprano. Otros investigadores y curiosos le adjudican variados manantiales. Covarrubias, en ‘Tesoro de la lengua castellana o española’, atribuye la frase a Jerjes, rey de los persas (siglo IV a.C.), cuando, al contemplar su imponente ejército dispuesto a invadir Grecia —sin sospechar lo más mínimo el resultado opuesto a dichos pronósticos— pronunció la sentencia aludiendo a que, después de su presencia, ya no quedaría nada.

Otro condenado al paredón (lamentablemente no puedo especificar ningún detalle), vino a decirle a un caro amigo que fue a acompañarlo durante sus últimos pasos en este mundo de lágrimas que lo abrigara porque hacía fresco esa mañana «vaya a ser que adviertan mi temblor y crean que es miedo».

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