Jávier López Alos y la intelectualidad precaria

El próximo día 5 de diciembre Javier López Alós hablará en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Javier es autor de «Crítica de la razón precaria. Los intelectuales ante la obligación de lo extraordinario», obra que fue distinguida con un merecidísimo V Premio La Catarata de Ensayo. No sabría insistir lo suficiente en recomendar este libro. Merece la pena leerse por su profundidad, por su claridad y, sin duda, por la autenticidad y la veracidad que espolean sus páginas.

Javier trata de un problema antiguo pero que la crisis económica ha hecho presente a una generación. Es un tema que me ha preocupado siempre especialmente y dediqué a él varios trabajos, señaladamente uno publicado en la revista Telos (pueden pinchar en el título de la revista para enlazar con él). El problema es de la disputa por el reconocimiento intelectual, y las condiciones institucionales y sociales para que esa disputa sea sana. Particularmente dramáticas son las situaciones donde el juego cambia a mitad de la partida. Como se escribe en la obra “la gente de mi generación tomamos las grandes decisiones que iban a orientar nuestro futuro profesional contando con modelos a los que, ahora ya lo sabemos, no podemos tratar de imitar sin caer en lo grotesco”. Una crisis económica no se mide solo por indicadores económicos, sino por la devaluación del capital cultural y el capital social. El capital cultural, el que cotiza en alza, nos indica cuáles son los tópicos sobre los que debemos apoyarnos para obtener visibilidad académica o intelectual. El capital social, el que sirve para la promoción, nos indica con qué redes sociales conectarnos si queremos que nuestros esfuerzos se rentabilicen. Hay muchas maneras por las que el conocimiento pasa desapercibido: alguien lo plagia y gana el espacio de atención, o bien impide que la carrera de otro siga desarrollándose o simplemente cambia de tema para impedir que brille el competidor. El sujeto (expulsado u orillado) deja de tener las condiciones mínimas para investigar o producir.

Javier nos enseña que la primera respuesta es la del resentimiento y la acusación. Alguien me ha timado y ha transformado mi experiencia en una sucesión de duelos: duelo respecto de mis esperanzas, duelo respecto de mis referentes que ya no desean ocuparse de mí. En mis términos es el resultado de una devaluación del capital cultural –que ya no sirve para aquello que prometía– y de los contactos sociales, que de repente parecen no querer acompañarnos en el camino. La experiencia es subjetivamente devastadora. Esta década pasada, nos describe Javier con su talento benjaminiano, “ha pesado como un siglo”.

Raymond Aron solía dar una reprimenda a su joven asistente Jean-Claude Passeron. Todo esto de la promoción de las clases populares es muy complejo. Cuesta mucho que asciendan a la élite y, cuando lo hacen, el coste es muy alto. La distancia afectiva con su mundo de origen es tal que acaban siendo unos resentidos. No en vano Gramsci hablaba de “la traición del becario” y Aron, que era un gran sociólogo, detectaba lo enunciado por el sardo entre sus estudiantes de origen humilde: el cambio de referentes es algo psicológicamente muy costoso y acaba produciendo psiques divididas, complicadas. Sin duda, es mejor que el hijo del catedrático se convierta en catedrático porque ya aprendió las reglas del ambiente en su casa. Integrándose en él no se encuentra en terreno desconocido, sino entre lazos que ya establecieron papá y mamá, los titos y las titas, los amigos y las amigas de la familia.

La experiencia que describe Javier es la de capas medias confrontadas a un nuevo elitismo. La crisis económica redujo el número de puestos, cerró espacios de visibilidad y la intensidad de la selección es mayor. Existen dos tendencias. La primera es reivindicar que vuelva la situación anterior. Cabe discutir si eso es realista o no. Lo cierto es que la situación anterior ya era injusta: permitía la llegada de clases populares al mundo cultural con un coste enorme. Necesitaban acumular redes en un mundo extraño, cortar con las propias y, a menudo, ese esfuerzo no lograba recompensa porque sus contactos los olvidaban. Esa experiencia se volvió normal en la década pasada para las capas medias, pero ya era un estado permanente entre las clases populares. La otra salida es la de trabajar por un nuevo modelo de carrera, de espacio intelectual, en la que el esfuerzo tenga garantías incluso sin contactos que lo amparen. Es un trabajo dificilísimo. Nadie dice que trabaja por sus contactos, o solo lo dice en condiciones de estricta confianza. Suele decir que su contacto pertenece a la buena corriente, que es una persona brillante y profunda y que los otros están en la mala corriente y solo son esforzados y avispados. Si el preferido es perezoso pues lo atribuye a su bonhomía, a su condición de espíritu poco materialista; si el rival es esforzado lo llama, con desdén, ambicioso, obsesivo. La violencia simbólica consiste en administrar cuidadosa y tramposamente los adjetivos, las miradas, las sonrisas y el desdén.

Creo que el libro de Javier nos convoca a una tarea: cómo construir una vida cultural que no esté sesgada por el capital social. Con crisis o sin crisis, también cuando la relación entre las expectativas y la realidad no queda cortada por una hecatombe económica.

El día 5 tendremos la gran oportunidad de conversar con él.

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