La desgana de Abu-l-Kasen

En 1986, el escritor franco-libanés Amin Maalouf (Príncipe de Asturias de las Letras 2010), en su novela ‘León el Africano’, en la que narra de forma novelada la biografía del gran viajero granadino del siglo XVI que responde a ese mismo nombre («Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía»), se hace eco de una historia que sucedió en el antiguo reino de Granada, de donde parte.

El penúltimo rey nazarí, el depravado Abu-l-Hasan, llamado Mulay Hasan o, por los cristianos, Muley Hacén o Mulhacén (de ahí el pico de Sierra Nevada), nacido en esta ciudad en 1214 y muerto en Túnez en 1286, reunió una mañana de sol a los más fieles de entre su séquito en el hermoso patio de los Arrayanes de la Alhambra para que contemplaran la belleza sin par de Soraya (anteriormente Isabel de Solis), a quien eligió de entre sus esclavas cristianas a cambio de su esposa Fátima, que pasó a un segundo plano en el harén. Para que la evaluación fuera completa, sin cartón ni trampa que valer pudiera, el sultán puso una tina de mármol verde con agua tibia y aromada junto al estanque e hizo que su favorita se desnudara por entero y tomara un baño a la vista de los presentes.

Una vez acabadas las abluciones de la beldad bajo la mirada atenta de los nobles reunidos, el príncipe invitó a cada uno a beber un pequeño tazón del agua de la que acababa de egresar su amada, que había sido bendecida no más por el cuerpo adorable de su querida. Los principales, bien afeitados y con sus mejores galas, etiqueteramente comenzaron a extasiarse y a encumbrar en prosa y en verso el maravilloso sabor y el gusto tan exquisito que había adquirido el líquido que albergara los recientes chapoteos de la hembra divina.

¿Todos? Todos no. El visir Abu-l-Kasem Venegas (de los Venegas de Granada), lejos de inclinarse sobre la real bañera, permaneció hierático en su sitio. De manera digna y silenciosa no se movió un ápice. La cabeza alta, la mano enterrada en la barbilla y el pie derecho adelantado ligeramente rubricando su negativa a probar tal bebedizo.

Su insolente actitud no escapó al juicio del monarca que, manifiestamente amoscado, le preguntó la razón al engreído sin vergüenza.
El visir Abu-l-Kasen, sin que ni siquiera le temblara una pestaña, respondió: «Majestad, temo que al probar la salsa me apetezca de pronto la perdiz».

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