La discreta elegancia

Eugène Rimmel era un perfumista francés, afincado en Londres y pionero en las industrias de belleza y el cuidado de la salud que entre otras cosas le dio nombre al cosmético utilizado para oscurecer, espesar, curvar y definir las pestañas. En su curiosa obra llamada ‘El libro de los perfumes’ o simplemente ‘El perfume’, traducido de la edición inglesa en 1865, cuenta la historia de un noble de su tiempo (siglo XIX) que pasaba por ser uno de los hombres más distinguidos de París, si no el más elegante de toda Francia —lo que venía a decir que era el más refinado del mundo conocido. Dicho aristócrata acudió en cierta ocasión a una fiesta galante, de esas que se escuchaba poesía y se admiraba a jovencitas casaderas tocar el piano sentadas muellemente sobre las ballenas de sus vestidos. Nada más arribar al salón del baile y que un estirado fámulo con librea verde pasase a anunciar su presencia, una dama de alcurnia, tras el obligado besamanos, comentó lo elegante que venía el marqués (creo que era el título que ostentaba). «¿Se nota mucho?», preguntó el noble ligeramente azorado. Ante el halago afirmativo y el leve rubor de la doncella por tal atrevimiento, el tal señor montó en su calesa y marchó a su casa para regresar al banquete con ropajes igualmente estilosos pero menos llamativos, dando a entender que la verdadera elegancia ha de ser sumamente discreta. Ya lo decía Jules Barbey D’Aurevilly en un cuento de ‘Las diabólicas’ (1874): «La simplicidad del arte supremo consiste sobre todo en pasar desapercibido».

Catalina Howard (1521-1542), quinta esposa de Enrique VIII de Inglaterra, tuvo la presencia de ánimo de ensayar el día anterior a su condena a muerte la ceremonia de decapitación, haciendo incluso que el verdugo compareciera armado de su hacha en su lugar de encierro, pues era necesario que muriera con abnegada elegancia.

Rosa Montero, en sus dominicales de ‘El País’, refirió en varias ocasiones la anécdota de aquel otro noble francés que andaba leyendo cuando los guardias irrumpieron en el calabozo para guiarlo a la guillotina, pero antes de incorporarse para emprender el último de sus paseos graciosamente se puso en pie y, al dejar el libro sobre la bancada de su celda, dobló la esquina de la hoja en que había abandonado la lectura.

En misiva redactada en Medina Sidonia, el 15 de mayo de 1877, inserta en el libro epistolar ‘La mesa moderna’, del doctor Thebussem y un cocinero de Su Majestad, se cuenta el hecho de que, en una visita a una de las principales bodegas de Jerez de la Frontera, Carlos IV, después de haber probado algunos de los excelentes vinos que aquellas paredes custodiaban, le comentó al dueño de las barricas: «Son muy buenos…». «Superiores los tengo», replicó el cosechero con fanfarronería. «Pues, señor mío —respondió el monarca— guárdelos para mejor ocasión».

Lady Ascott, acérrima detractora de Churchill, le dijo en cierta ocasión: «Sir Winston, si yo fuera lady Churchill, pondría unas gotas de cianuro en el café con leche de su desayuno». «Querida señora —respondió el político inglés—, si usted fuera lady Churchill, yo me bebería con gusto ese café».

En los duelos de siglos pasados, de los que ya he hablado en otro artículo, donde un guante hacía de Rubicón, los contrincantes —que se batirían a pistola o espada—, además de acudir al Campo del Honor con sus dos padrinos, portaban una carta en el bolsillo de su chaleco o en la faltriquera por si resultaban muertos en el enfrentamiento les sirviera como despedida postrera a un mundo adverso que sin él, ¡ay!, seguiría girando impasible. La noche anterior —como el que vela armas antes de ser nombrado caballero— se habría pasado el duelista componiendo esta triste y elegante despedida, en la que, en primer lugar, perdonaba al adversario que le había dado muerte y humildemente le concedía el beneplácito de la razón (el destino había hablado); en segundo lugar daba las gracias a los oficiantes y firmaba, en su caso, nota rubricada para la Justicia diciendo que habían sido forzados a desempeñar tal padrinaje, eximiéndolos de toda responsabilidad; en último extremo se despedía de sus seres queridos y de su buena amada que, en bastantes de los casos, era el motivo del fatal encuentro.

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