La evidente envidia

Si nos damos cuenta ‘Los diez Mandamientos’ de la Iglesia Católica y otros postulados religiosos en realidad no son más que decálogos contra la envidia (como en un artículo pasado evidencié que el averno no es una estancia lúgubre sino un lugar infernalmente luminoso). El simple «no desearás a la mujer de tu prójimo» o «no cometerás actos ni deseos impuros» es ya una advertencia.

En el judaísmo, el décimo mandamiento, se desarrolla y expone más claramente: «No codiciarás los bienes ajenos. No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo». (No sé hasta qué punto podemos intuir alusiones extremas a la zoofilia, llamada igualmente bestialismo.)

El ser humano es envidioso y en particular el español (pecado nacional). Casi nos enaltece tanto el éxito propio como la desgracia ajena. No podemos tolerar que alguien al que consideramos más o menos de nuestro nivel (en el amplio sentido de la palabra), sea más que nosotros, tanto en obra como en consecuencia. Es muy común en esta tierra pensar cuando alguien triunfa: «dónde va ése, si estudió conmigo» o «es de mi barrio» o «y parecía tonto». (Dejando aparte la riqueza repentina, bien porque la hallare bien porque no teníamos conciencia de ella.)

No somos capaces de ver la viga en nuestro ojo y sin embargo vislumbramos con definición la paja en los ojos que nos miran. No entendemos que la vida da muchas vueltas y que Darwin tenía razón al dictar que sobreviven los más aptos (aunque el factor suerte, como opinan los neodarwinistas, sea determinante).

Ambrose Bierce, satírico escritor estadounidense, en ‘El diccionario del diablo’ (1911), definía la palabra ‘calamidad’ como «el recordatorio evidente e inconfundible de que las cosas de esta vida no obedecen a nuestra voluntad. Hay dos clases de calamidades: las desgracias propias y la buena suerte ajena». Antón Chéjov llegaba a exclamar en uno de sus cuentos: «Es sorprendente lo repugnante que resulta a veces ver rostros satisfechos».

En la ‘Historia del tango’, publicada por Borges en su libro ‘Evaristo Carriego’ de 1930, después de hablar de los orígenes de este estilo musical, cuenta: «el tango posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja con desvergüenza las desdichas ajenas».

En el curioso librito ‘El día de fiesta por la tarde’ de Juan de Zabaleta, publicado a mediados de 1664, podemos leer: «¡Oh dulcísimo sabor el del escarnio ajeno…!». Era costumbre en siglos pasados como social entretenimiento concentrarse en la plaza para presenciar las ejecuciones públicas. Ofrecía especial satisfacción por la justicia ejercida, morbosidad o incluso alivio contemplar a alguien retorciéndose en la horca, chamuscarse en la hoguera, descoyuntarse en el garrote o despedirse de su cabeza en la guillotina.

La envidia está en nuestro ADN, aunque nuestra voluntad (la paz de los hombres buenos) se revele. Mario Moreno ‘Cantinflas’ decía: «yo no estoy en contra de que haya ricos, estoy en contra de que haya pobres».

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