La realidad oscura de Granada

En estos días de tórrido calor, con la llegada de la noche, me he dado al paseo por la ciudad. Me he sumergido en la contemplación de Granada como Leopold Bloom lo hizo con su Dublín natal enrolándome, como él, en una especie de odisea contemporánea. Tal aventura nocturna ha propiciado que me reencuentre con los espacios que fui a buscar, pero también que haya recuperado olvidos de un pasado vivido que no recordaba. Y, también, he advertido sobre cuestiones en cuya existencia nunca había reparado.

Todo este conjunto de entidades acogidos en mi consciente, y en mi subconsciente, han brotado con la sucesión de mis pasos, o con el rodar de las ruedas de Margaret, la bella inglesa de Triumph que me ha acompañado muchas noches con su sugerente voz, enredándoseme conmigo entre las agradables brisas nocturnas.

Como el particular Ulises de Joyce he navegado por el proceloso mar del descubrimiento de lo impensado valiéndome del monólogo interior; método tan contradictorio de sentimientos, pero tan revelador de cuestiones, que abandonadas entre los pliegues de la vida a causa de nuestro vertiginoso devenir ordinario, creíamos irrecuperables.

Así he debatido calladamente con Granada; con su historia, con las cosas que le son propias y extrañas, y con no pocos personajes que de un modo u otro han decantado su suerte. A estos, como a los volúmenes marchitos de la ciudad, los he interpelado sobre la razón de su proceder. De ambos solo he obtenido silencios injustificables y algún razonamiento peregrino, traído hasta mí por algún genio invisible, expresado con palabras vacías que no llevan a ninguna parte, como los callejones oscuros que mueren en cualquier arrabal perdido de la ciudad innominada. Con ellos solo se pueden escribir renglones eclipsados por esa recurrente leyenda de esa ciudad sin nombre que en tanto es Granada.

Ahora bien, confieso que he vivido con intensidad inesperada los misteriosos paisajes nocturnos de una Granada dormida. La provocación a la musa lírica de la soledad ha dado sus frutos sugiriéndome como culminar una obra inconclusa tras el néctar que rezuman los parajes sombríos y los pasajes añorados.

Para ello he actuado como cuando las largas noches del confinamiento, partiendo de madrugada, envuelto en el silencio y favorecido por la ausencia de vida, me he emboscado en el dédalo callejero admirando los rincones únicos y las sublimes panorámicas espontáneas que Granada ofrece en ese momento extraño que siempre es la madrugada, acaso el mejor para descubrir el pasado remoto enredado entre leyendas, con la suspensión de la vida cotidiana hasta el amanecer.

Y en uno de estos nocturnos de verano me he topado con inesperadamente con Medusa. Reinaba en medio de un páramo urbano, desolado, frío, huero, auténtico distrito de promesas infringidas. Nada de los miradores, ni de los rincones visitados las noches precedentes. Varios mastodontes inertes, fosilizados por el rigor de la amnesia y la preterición eran abrazados por Medusa en el antiguo Pago de la Cruz de Lagos. Los edificios que allí mueren me infiltraron en otra realidad bien distinta de la que día a día nos quieren hacer creer, esa que no admite interpretaciones, ni engaños. Porque allí se yerguen esperando la suerte final, mostrando la auténtica evidencia sórdida que vive Granada, los edificios que diseñara Alberto Campo Baeza: la sede central de la asesinada Caja Granada y el Museo de la Memoria de Andalucía —como si fuera posible una historia andaluza más allá de las cuatro últimas décadas de latrocinios y desafueros—; en frente, el Parque de las Ciencias de Granada, al que ahora el gobierno de la Junta ha renombrado como “de Andalucía y Granada” —¿es posible más mendacidad?—, y que agoniza lentamente; el fantasma del Palacio de la Música que se yergue sobre la parcela reservada para la ubicar el que habría de ser el gran espacio escénico con el que mejorar la oferta en la programación y las infraestructuras culturales de una Granada que siempre pretende, pero que nunca consigue; y, para remate de tan mísero panorama, ese mamut de cristal que es el edificio Forum, auténtica parábola de nuestra inexistente pujanza de cualquier clase.

Ante esta panorámica impensada de Granada que se divisa por el paraje de la Cruz de Lagos descubrí el auténtico verismo prosaico al que hemos sido condenados; desde el que se divisa sin engaños la auténtica realidad oscura de Granada.

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