Los sonidos del silencio

Muchas veces hemos referido que una de las mayores características que puede atesorar un percusionista (de flamenco en mi caso) es que no se note su presencia, esto es, que esté pero que no resalte y mucho menos que se imponga. No quiero decir que no percuta su instrumentación, pero que de tan sutil parezca el latido imprescindible que nos acompaña sin echarle cuentas siquiera. El silencio es apreciado en contra del ruido, de la estridencia, del volumen en general. «¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido!», decía el poeta. El escritor colombiano Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) advirtió: «Dicen que el silencio lo vuelve a uno loco. Lo que vuelve a uno loco es el ruido»; y el jazzmen Miles Davis rezaba que «el silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos los ruidos».

Hay una frase de ‘El Principito’, de Antoine de Saint Exupéry, que dice: «Siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio»; y es que ya nos lo decían Simón & Grafunkel en ‘Los sonidos del silencio’ (1966): «Yo les grite que despertaran, que la verdad ahí no estaba, que los profetas no son luces de neón y que dios siempre habla en el silencio».

El silencio es otra suerte de soledad. El hombre de por sí es ruidoso (la mujer menos; bueno, depende) en contra del Hacedor («Dios es el gran silencio del infinito», afirmaba en el siglo XIX el ocultista Eliphas Lévi). Puede ser la soledad buscada una manera de introspección, de recogimiento, de retiro voluntario (de las tentaciones del mundo, como los anacoretas). El poeta libanés Khalil Gibrán, en ‘El profeta’ (1923), decía: «El silencio de la soledad revela ante sus ojos su yo desnudo». El silencio puede ser también una virtud. Un viejo refrán ruso, que reproduce Boris Pasternak en ‘Doctor Zhivago’ (1957), dice: «La palabra es plata y el silencio oro». Albert Einstein traduce este pensamiento diciendo: «El ignorante ataca con la boca, el sabio se defiende con el silencio». Ya conocemos el proverbio indio: «Cuando hables procura que tus palabras sean mejores que el silencio»; o, como decía Pitágoras: «Cállate o di algo mejor que el silencio».

Juan Eduardo Cirlot, en su única novela ‘Nebiros, inédita a causa de la censura y publicada póstumamente en 2016 con el beneplácito de su familia, llega a escribir: «Lo único realmente espantoso era la nada, ser una sombra, transitar en silencio sin ser visto por la gente, sin ser querido ni aborrecido, sin sentir el beso ni el golpe de los demás, de aquella masa incierta que le atraía y rechazaba como una marea continuamente presente en su pensamiento».

Aunque, visto de otra manera, el silencio puede ser insoportable. La soledad, el silencio, si no es buscado y querido, puede ser una condena. Hay quien llega a casa y enciende el televisor o la radio, sin siquiera hacerles caso, simplemente para tener un poco de ruido que le acompañe. El premio Nobel indio de 1913, Rabindranath Tagore decía en una de sus sentencias: «El hombre entra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio».

«Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra», escribía George Clemenceau (1841-1929). Por su parte, su coetáneo Chesterton comentaba que «el silencio es la réplica más aguda», siguiendo los dictados del presidente George Washington cuando decía: «Perseverar en el cumplimiento de su deber y guardar silencio es la mejor respuesta a la calumnia».

Aunque a veces, en honor a la verdad, lo que nos reconforta es el silencio de los demás. La cuentista estadounidense Dorothy Parker (1893-1967), en su novela póstuma ‘Una dama neoyorquina’ (1989), comenta: «‘Bonne Bouche’ tenía todo lo que la señora Hazelton podía pedir de una mascota. Era diminuta, era silenciosa, y tenía un verdadero talento para dormir».

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