Nos hicísteis débiles

Desde hace años corren tiempos en los que la menor contrariedad individual se convierte en un auténtico drama para quien la padece. Unos tiempos en los que se hace enormemente dificultoso saber como enfrentarse a los reveses que la vida nos reserva y cuya superación siempre nos hace más fuertes.

Nuestra generación no ha tenido que superar una guerra, ni una hambruna atroz, ni una feroz dictadura que convirtió a este país en un paria internacional durante cuatro décadas … y sin embargo, si miramos a nuestro alrededor convendremos, que a pesar de nuestras licenciaturas, nuestros másteres, nuestros dos o tres idiomas, nuestros viajes a lo largo y ancho de este mundo, nuestra reisiliencia tan de moda, somos débiles, mucho más débiles que nuestros padres y abuelos, quizás por las enormes dificultades a las que ellos tuvieron que enfrentarse y que superaron, dejándonos una sociedad infinítamente mejor que en la que ellos vivieron.

No tengo la menor duda que esa debilidad, nos viene provocada por ellos. Por sus desvelos para que viviéramos una vida mejor que la les había tocado en suerte; por el comprensible anhelo de que nosotros fuéramos lo que ellos no habían podido ser. Toda esa generosidad se la estamos «pagando» siendo débiles y lo que es peor, enormemente egoístas y desagradecidos.

Hace unos días, me encontré una maravillosa reflexión de la escritora, Victoria Trigo, que no me resisto a traer a esta columna. Les pido que lean las siguientes líneas con atención y si aún tienen la suerte de poder disfrutar de sus padres y madres, obren en consecuencia.

Nos quisisteis tanto, que nos hicisteis débiles.

Reservasteis para vosotros los malos tragos, las maletas de cartón, las medias suelas en los zapatos. Aguantasteis guerras y posguerras, el hambre en pucheros de miseria, los piojos, los sabañones, el miedo pegado a la mirilla, las casas llenas de fotos tristes.

Vestisteis un luto tras otro, la mirada baja, las manos heladas. Subisteis a trenes negrísimos, para recorrer centenares de kilómetros en vagones de tercera que os llevaban a vendimias de sol a sol, fábricas inmensas lejos de vuestra tierra, lluvias que enlazaban con más lluvia, inviernos que duraban todo el año.

Y todo eso para sobrevivir y dar la entrada de un piso, para regalarnos una cuna con colchón de lana, un cubierto con nuestras iniciales, un pupitre en la escuela, unos patines, una tarta de cumpleaños, un juguete -o dos- por los Reyes Magos, una quincena en la playa. Y todo eso para que nosotros tuviéramos un paquete de pipas, unas botas de agua, una canción dedicada en la radio.

Nos amasteis como ni vosotros mismos sabíais que podíais amar. Nos llenasteis el bolsillo con propinas de cinco pesetas, nos enseñasteis lo que significaba el verbo «estrenar» para el Domingo de Ramos -algo de los que vosotros no disfrutasteis nunca- para las bodas y las comuniones, nos comprasteis la mochila para los campamentos, e hicisteis lo imposible para que pudiésemos disfrutar de las actividades extraescolares.

Enterrasteis a vuestros muertos con paladas de llanto y silencio. A nosotros nos lo pusisteis tan fácil que hasta contratasteis vuestra propia póliza de decesos con la que deciros adiós sin mancharnos de tierra. Nos inundasteis de Cola Cao en el tazón del desayuno y de naranjada en vaso de la merienda, de yogures, de alimentos que vosotros no habíais ni siquiera imaginado cuando erais unos niños.

Nosotros, escolares de bollo y chocolatina, nunca conocimos lo que era acostarse sin cenar, o como mucho repartirse un huevo frito. No sospechábamos que tiempo atrás, salíais de casa al alba, con bocadillos envueltos en papel de periódico camino del tajo y luego, con el cansancio de la toda la jornada en los huesos, estudiabais en cursos nocturnos para adultos.

Salimos malcriados. Los zurcidos quedaban para vuestros calcetines y los abrigos a los que se le daba la vuelta para alargarles la vida, eran los vuestros. Salimos blandos para enfrentar la contrariedad. Para nosotros la aspereza de la supervivencia, era la de una aventura de personajes de una película que siempre terminaba bien.

Creímos que luchar y reivindicar se limitaba a salir a la calle en determinadas fechas detrás de una pancarta. Creímos que el bienestar heredado de vosotros era una conquista vitalicia. Creíamos que comeríamos hojas tiernas toda la vida, porque las duras ya os las habíais comido vosotros.

Estábamos convencidos de que nuestros hijos tendrían el mundo a sus pies a golpe de ratón y en un ascenso imparable que les haría disfrutar de más comodidades y aún mejores condiciones de vida y que además eso les ocurriría antes que a nadie.

Pero ahora descubrimos que la musculatura desarrollada por llevar bajo el brazo carpetas plastificadas no nos sirve para afrontar la dificultad. Necesitamos prótesis de sinergias, empatías y esos apoyos que vosotros, cuando venían mal dadas, llamabais solidaridad, compañerismo y compromiso colectivo.

Pero a nosotros, ebrios de másteres y titulaciones, nos viene grande el papel de la responsabilidad. Por eso nos cuesta tanto asumir este viraje tremendo de la convivencia a nivel mundial, en el que fracasan nuestras reglas egoistas de mirar cada cual por lo suyo y, si se puede, robar al vecino más indefenso.

Desde donde os halléis, padres y abuelos, os indignará que seamos tan egoistas y manipulables y que desde el conformismo más suicida, hayamos permitido, cuando no aplaudido, que se machacara lo público

Y después de dárnoslo todo ¿como os lo hemos pagado? Yo os lo digo: olvidándoos como trastos inservibles en residencias, dejándoos morir por miles, axfisiados en vuestras camas sin el traslado a los hospitales que ayudasteis a construir con vuestros impuestos; menospreciándoos en bancos y oficinas por no ser nativos digitales; negándoos la revalorización de vuestras merecidas pensiones. En definitiva mostrándoos la puerta de salida… Porque vosotros nos habréis hecho débiles, pero nosotros nos hemos convertido en unos desagradecidos patológicos.

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