Pitágoras y las habas

Si hay un filósofo sin desperdicio en la antigua Grecia ese es Pitágoras de Samos que, además de su famoso Teorema, inventó los números irracionales y, según algunos, esos rumiantes domésticos llamados cabras. Aunque a decir verdad su sabiduría podía provenir de Babilonia o, como opinan Sículo, Timágenes, Diodoro, Hipólito y Clemente de Alejandría, de los druidas de la Galia. Nunca lo reconoció sin embargo, quizá porque opinara que el comienzo de la sabiduría estribaba en el silencio, de lo que muchos deberían tomar nota.
Por la gracia de Hermes gozó Pitágoras de una memoria imperecedera. Afirmaba haberse reencarnado hasta siete veces y vivido en otros tantos cuerpos tras concluir las trasmigraciones de su alma, así lo dictó Luciano de Samosata en el siglo II quien escribió de él largo y templado. Entre otras vidas recordaba haber sido Etálides y luego Euforbo, un guerrero de la guerra de Troya «que recibió en el pecho el hierro penetrante de la pesada lanza de Menelao». Luego fue Hermótido y después un pescador llamado Pirros y algún animal entre medias (quizá en un asno como Lucio). Las cosas llegaron a un punto en que no se sabía si tratar a Pitágoras de semidiós o, como insinuó Aristóteles, de embustero irremediable.
Cambiando de tema y haciéndole caso al título que nos ocupa diremos que siempre han tenido mala reputación las habas. La diosa Ceres las excluyó de entre los ricos productos de la agricultura, aunque Diógenes Laercio comenta que el discípulo de Platón escribió un entusiasta tratado sobre ellas.
A Pitágoras —que según Perucho era un vegetariano furibundo y cascarrabias— no le gustaban las habas porque decía que se parecían a las partes íntimas femeninas y a las puertas del Hades, el mundo de los muertos. Afirmaba por otra parte que tenían sangre como los seres vivos y que pertenecían al reino animal. Esto le costó la vida. Un día, en desenfrenada carrera perseguido por sus enemigos, no quiso atravesar un sembrado de habas para no pisar a estos enigmáticos seres. Se paró en seco, pronunció el típico: «Por ahí no paso ni a tiros» y se dispuso a dar un rodeo. Pero sus enemigos lo alcanzaron y lo asesinaron miserablemente, en plena duda, pasmado ante el vulgar plantío.

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