Quiero tu nombre olvidar

Unas bulerías que pertenecen al disco ‘Un ramito de locura’ de Carmen Linares, editado en 2002, llevan por título ‘Quiero tu nombre olvidar’ y versionan una canción original de Vainica Doble. «Quiero tu nombre olvidar pero es inútil», dicen. Aunque realmente un nombre no dice nada, es tan convencional como la señal de stop. A un amigo que se llama Manolo, siempre le digo Paco, y caigo en la errata cuando ya lo he nombrado. A mi primo Ignacio lo llamamos Macareno y de Anselmo no recuerdo su nombre verdadero. A mi padre le dio un tiempo por saludarnos diciendo: «Hola tú» y el interfecto se daba por aludido. Eso sin contar con los miles de apodos, motes, alias o sobrenombres que existen. En el mundo flamenco es raro el personaje que se conoce con su verdadero nombre. Yo, sin ir más lejos, en el pueblo de mis padres sería ’Garrote’.

Un personaje de Camilo José Cela, en su libro ‘Nuevas escenas matritenses’ (1965) de sus habituales apuntes carpetovetónicos, se llama Ireneo Guadilla Castresana que «le fastidia un poco esto de llamarse Ireneo, pero, claro es, se aguanta. ¡A la fuerza ahorcan! Ireneo suele decir que se llama Carlos; algunos lo creen y otros no, pero él no da su brazo a torcer».

Es difícil olvidarnos de las personas que han dejado huella en nuestra vida, aunque su nombre se evada entre las tinieblas del olvido (a veces nos acordamos de nombres que no relacionamos con una figura). Existe el memorioso que recuerda los nombres, los apellidos y hasta el zapato que calza; está también el buen fisonomista, a quien una cara no se le olvida. Mi memoria está limitada, siempre lo he reconocido. Como Cernuda, sólo recuerdo olvidos. Sé lo que he leído y dónde, recuerdo párrafos e incluso la página donde se encuentran, pero irremediablemente pierdo la trama y el contexto.

Hay tres formas de olvido —estudiaba de joven—: por interferencia, por desuso y por voluntad. Cuando tienes un número en la cabeza y proponen, ponemos por caso, que acompañes a unos amigos a un almuerzo, el número desaparece enterrado por la propuesta inmediata, pensando en el local más propicio para esos espontáneos comensales. Si conocías en tu infancia los ríos de España, sus afluentes, y algún que otro afluente del Tajo, los olvidas grosso modo porque no entran en la conversación habitual de cada día. «A propósito —les dices a tus amigos a los postres en el mesón La Bodeguita por si le interesa a alguien—, ¿sabéis que el río Tinto, de mil setecientos treinta kilómetros, desemboca en el Guadiana, exactamente en la Ría de Huelva?».

El olvido por voluntad casi nunca da resultado. Lo que deseamos olvidar con todas nuestras fuerzas, se muestra de manera más nítida en nuestro cerebro. Si pienso que no quiero pensar, ya estoy pensando. Así, quienes nos han hecho daño, los malos tragos que hemos padecido o las veces que hacemos el ridículo… se quedan grabados en nuestros recuerdos de forma casi indeleble.

Por extensión, hay una suerte de remembranza, que el lenguaje galaico-portugués denomina bellamente «saudade» (la palabra española que más se le acerca es «nostalgia», que, según Luis Alberto de Cuenca, «es el dolor muy maquillado»), que es como el desamor, que pretendemos olvidar sin quererlo; es la vena romántica; la muerte blanca; las palabras repensadas por si eres la víctima en un duelo en el velo de la noche.

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