Reflejos de un mundo paralelo

No sé quien dijo que levantarse era el momento más arriesgado del día. Yo creo que lo más comprometido es mirarte al espejo recién por la mañana. Guillermo Cabrera Infante, obsesionado igualmente por la otredad de los espejos, escribió en 1999 el libro de cuentos ‘Todo está hecho con espejos’, en el que le hace decir a uno de sus personajes: «Yo sin embargo he envejecido horrores. A veces me miro en el espejo y me asusta ver mi cara de antes convertida en mi cara de ahora. Otras veces siento que soy más vieja que lo que me deja el espejo».

El espejo, en el mejor de los casos, nos devuelve la imagen simétrica de nosotros mismos. Lewis Carrol escribió en 1872 ‘Alicia a través del espejo’ en el que habla de la «casa del espejo»: «ahí está el cuarto que se ve al otro lado del espejo y que es completamente igual a nuestro salón, sólo que con todas las cosas dispuestas a la inversa». Yo imaginé sin embargo en mi primera novela ‘Septimio de Ilíberis’, de 2014, un «espejo positivo» que devolvía la imagen «en la posición que tuvieran y no en la que era habitual en el reflejo. La izquierda era izquierda y la derecha continuaba como tal». Joan Perucho, en ‘La sonrisa de Eros’ (1990), colegía: «Si los espejos reflejan las cosas en su apariencia, detrás de los espejos debe haber fabulosamente el ángel o el diablo, la verdad o la mentira». El poeta catalán ya había escrito, en 1963, ‘Galería de espejos sin fondo’ y ‘Detrás del espejo’, en 1990, donde reconocía: «Me obsesionan los espejos. Casi siempre reflejan la lenta e infinita concatenación de la realidad».

«Pitágoras prohibía á sus discípulos el comer habas, legumbre que veneraba particularmente porque le servía en sus operaciones mágicas y sabia de cierto que estaban animadas. Dícese que las hacia hervir y las ponía en seguida por algunas noches á la luna hasta que se convertían en sangre, de la que se servía para escribir sobre un espejo convexo lo que bien le parecía. Entonces esponiendo estas letras á los rayos de la luna llena, hacia ver á sus amigos distantes, en el disco de aquel astro, todo lo que había escrito en el espejo», describe Collin de Plancy en su ‘Diccionario Infernal’ (1818). Para Manuel Mujica Láinez, en Bomarzo (1962): «Lo más insólito es posible dentro del hechizo de un espejo»; aunque para George Bernard Shaw solamdente: «Los espejos se emplean para verse la cara; el arte para verse el alma».

Jorge Luis Borges inicia ‘El jardín de senderos que se bifurcan’ (1941) con el cuento ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, donde ‘Orbis Tertius’ es la enciclopedia (literalmente Tercer Mundo) del país de ‘Uqbar’ en el mundo ficticio de ‘Tlön’. El relato comienza: «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía…». Y más adelante, con un gran amigo y colega, escribe: «Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.

Cita que recuerda esa desviación sexual llamada ‘espectrofilia’ que se define como «coito con espíritus o excitación producida por la imagen en el espejo».

Simbólicamente dañar el espejo es hacer lo mismo con el alma, por eso la superstición popular dicta que la rotura de un espejo trae una mala suerte que dura siete años.

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