Se me han pegado las sábanas

Una de las aportaciones con que España ha contribuido al bienestar social, aparte del palo de la fregona, es la costumbre de echarse un sueñecito después de comer. (El poeta granadino Arcadio Ortega —nacido en 1938— dice que no se fía de los que no comen dulce ni los que no duermen siesta.)
Hay una tradición cristiana que relata el sueño de algunos elegidos durante un periodo de trescientos años (el tiempo no siempre es exacto) y al despertar —sin ser conscientes de haber dormido tanto—, aparte de abrazar la santidad que el fenómeno conlleva, encuentran su paisaje, su paisanaje y su realidad de un modo muy diferente al que lo dejaron cuando se dispusieron a planchar la oreja.

Un ejemplo de esto lo tenemos en la antigua leyenda de ‘Los Siete Durmientes de Éfeso’, bajo el imperio de Decio, el año de 250, los cuales son considerados santos tanto por católicos como por ortodoxos. No siempre coinciden los nombres, pero por lo general se llaman Maleo, Maximiano, Marciano, Constantino, Dionisio, Serapio y Juan. La historia cuenta que los siete muchachos, hijos los máximos funcionarios militares y civiles de Éfeso, perseguidos por su creencia en el Dios de los cristianos, huyeron y se refugiaron en una cueva del monte Pion, en las cercanías de la ciudad, donde durmieron durante siglos.

Collin de Plancy, en su ‘Diccionario Infernal’ (1818), cuenta que: «La historia de los Durmientes es más famosa aun entre los árabes que entre los cristianos. Mahoma la ha insertado en su Alcorán, y los turcos la han embellecido» y asegura que «por un particular favor del cielo, durmieron en ella con un sueño profundo doscientos años. Los mahometanos afirman que durante el sueño tuvieron sorprendentes revelaciones y aprendieron todo cuanto hubieran podido saber los hombres en este espacio de tiempo estudiando asiduamente. El perro de uno de ellos les había seguido en su escondrijo y aprovechó también como ellos el tiempo que duró su sueño. Fue el perro más instruido del mundo» (este can es uno de los pocos animales que merecieron el paraíso entre los musulmanes, junto al burro de Mahoma). Los siete Durmientes despertaron en el 450 bajo el reinado de Teodosio el Joven y entraron en Éfeso tras el sueñecito, «pero lo encontraron todo cambiado». Las persecuciones contra el cristianismo habían cesado hacía tiempo y emperadores católicos ocupaban los tronos de Oriente y Occidente. De Plancy cuenta que: «Los siete Durmientes le revelaron [al emperador] las cosas más singulares del mundo, y le predijeron muchas otras. Anunciáronle la venida de Mahoma, el establecimiento y progresos de su religión, que debía tener lugar doscientos años después de haberse ellos despertado. Luego que hubieron satisfecho la curiosidad del emperador, se volvieron de nuevo a la gruta, y murieron en ella; muéstrase aún esta caverna no muy lejos de la ciudad de Éfeso».

Manuel Mujica Lainez, en ‘El Escarabajo’ (1982), recrea largamente esta historia y comenta el despertar: «Sus padres, sus secuestradores, habrían muerto ya, y habría muerto el sucesor de Decio y su sucesor y su sucesor, sin que nada, nada modificase el cuadro cautivante y monótono del interior de la caverna». El argentino concluye ante la entrevista con el emperador: «Los muchachos lo escucharon sin entender ni una jota del arduo problema, se observaron entre sí y, como de común acuerdo, elevaron las diestras saludadoras, a semejanza del San Gabriel de la Galería de los Uffizzi, y se redujeron a un tiempo a siete montoncitos de ceniza: fue cuanto subsistió de los cuerpos armoniosos de Lámblico, Maximiano, Marciano, Constantino, Dionisio, Serapio y Juan que a los doscientos años sólo representaban dieciséis: siete montoncitos de aromática ceniza».

Esta fabula se repite, como digo, entre la hagiografía religiosa, como la de un pastor de Cireta [¿quizá Creta?], según De Plancy, «que habiéndose dormido hacia el medio día en una gruta buscando uno de sus corderos que se había extraviado, no despertó hasta ochenta y siete años después, y se puso a buscar de nuevo sus carneros como si no hubiese dormido sino muy corto tiempo». San Ero de Armentería, en Galicia, estuvo trescientos años dormido arrullado por el canto de un pajarillo.

Del Rio dice que un aldeano durmió un otoño y un invierno sin despertar; y Margarita Candón y Elena Bonnet recuerdan en el prólogo de su libro ‘Vida y milagros… Escenas surrealistas en la vida de los santos’ (1996) que «el abad Virila, versión navarra de san Amaro, que quedó extasiado con el trino de un pájaro y así pasaron trescientos años».

Washington Irving sacó su idea para Rip Van Winkle, del relato del poeta y sabio cretense Epiménides, quien vivió alrededor del año 600 a.C., y, «mientras buscaba ovejas a petición de su padre, se recostó en una cueva y durmió una siesta… de cincuenta y siete años. Al despertar empezó otra vez a buscar ovejas. Cuando volvió a casa, halló que su hermano menor se había convertido en un viejo».

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