Sobre la belleza

La tersa y caoba reina de Saba recorría las largas estancias del palacio del rey Salomón en Jerusalén, con una perfecta sonrisa de agradecimiento, gozando de cada uno de sus detalles. Cualquier espacio, cualquier pieza o decorado suponía un grato descubrimiento y un motivo de alabanza, pues verificaba con sus propios ojos que todo lo que se contaba sobre la sabiduría, riqueza y buen gusto de este rey era cierto. El sabio Salomón en silencio secundaba las huellas de la espléndida dama reafirmando que la belleza en su conjunto se agigantaba con tal visita, mientras los suelos extremadamente bruñidos espejaban la imagen de la beldad. En el breve instante en que los ojos del monarca bajaron hasta las losas para acaso trocar la realidad por su reflejo, sus ojos advirtieron nítidamente la copiosa película de vello que adornaban los tobillos de la reina sabea.

Sería pretencioso acercar una mínima definición de la belleza (a la belleza femenina con cierto pudor me refiero). La belleza grosso modo es subjetiva. Hay una belleza universal, pero su elección y encanto son privados. Baste decir que mujeres con «tara» han llegado a lo más alto de la consideración masculina, han sido adoradas y han trascendido como musas de encanto sin igual.

La abundancia de bello, como referimos de la reina de Saba, por ejemplo; la nariz prominente de Cleopatra séptima; la falsa sonrisa de la Gioconda; el bozo que, según Flaubert, despuntaba sobre el labio superior de madame Bobary; el ligero estrabismo de cierta joven (algunos autores de la antigüedad opinaban que Venus era ligeramente bizca); las redondeces excesivas de la Afrodita de Cnido; la ausencia de brazos de la de Milo («Pero yo prefiero esas deliciosas muñecas regordetas al gran costal de huesos de la Venus de Milo», dice Guy de Maupassant, en el cuento ‘Una pillería’, de 1882); la excesiva delgadez, como escribe fray Antonio de Guevara en ‘Relox de príncipes’ (1529) sobre la adoración de los antiguos a la diosa Murcia «abogada de los hombres y mugeres que no desseavan ser flacos, a esta diosa ofrecían muchos dones las matronas romanas porque fiziesse gruessas, ca en Roma antes se quedaba por casar una muger flaca que no una muger fea»; la cara blanca y la educación selecta de la geisha; los huesos demasiado marcados de tal modelo… Dorothy Parker (1893-1967), en la colección de relatos de ‘Una dama neoyorquina’, se dice: «¡Fijaos qué gorda se está poniendo mi pequeña Gwennie! ¿No es una monería?».

El canon de belleza no está establecido o, por el contrario, está demasiado institucionalizado como «belleza oficial». Dalí diría: «La moda es lo que pasa de moda». Pero la atracción particular es otra cosa, el gusto de cada uno es un mundo. Y, aunque de gustos está casi todo escrito, a la contra del pensar popular, cada cual establece sus colores y el cristal por donde mirarlos.

Refiere Álvaro Cunqueiro en el artículo ‘El caballero de las botas azules’, aparecido en el Noticiero Universal de Barcelona en enero de 1974 que Rosalía de Castro, con su boca grande y sus pómulos salientes, era feucha aunque pinturas y esculturas tienden a idealizarla. «Pero yo me atengo al retrato a lápiz hecho por su hija Alejandra —comenta el escritor gallego—, y sospeché siempre que Rosalía no gustaba en su tiempo (…). Algunas de las grandes bellezas del cine, en nuestros días, serían consideradas en el pasado siglo, en los años de Rosalía, como mujeres feas, escasamente atractivas».

Aparte del tópico de las mujeres de Rubens o de Botero, de abundantes carnes sonrosadas, cada época —por no decir cada ser humano— ha contemplado a la mujer de una forma diferente (perdonad de nuevo que me extralimite a la belleza femenina, pero, entre otras cosas, soy varón).

Eso sí, si es la vista la que manda, autocrática en nuestra juventud. Oscar Wilde, en ‘El retrato de Dorian Gray’ (1890), le hace decir a uno de sus personajes: «Las mujeres, como ha dicho alguien, amamos con los oídos, lo mismo que los hombres aman con los ojos, si es que realmente aman de alguna forma».

Las primeras venus de la historia eran buenas paridoras, madonas intachables de abundantes caderas, pechos rebosantes y vulva apoteósica. Podemos adivinar que la belleza iba íntimamente unida a la fecundación. Cuantas más armas tenía la mujer para engendrar y ser una buena madre, mayor era la atracción que produce en el seminal de turno. Stendhal (1783-1842), decía que «Las mujeres demasiado bellas sorprenden menos el segundo día»; y Edmondo De Amicis, en su gran obra ‘Constantinopla’ (1878-79), románticamente (léase empalagosamente) escribía: «Ninguna belleza de la tierra da una alegría verdaderamente completa, si al contemplarla no se siente en la mano la manecita de la mujer que se adora».

De todas maneras, la costumbre del amor realza de manera creciente a la amada (o al amado, que en este caso funciona el tanto monta). Los defectos no solo se palian sino que se convierten en objeto de deseo y un pie grande (como el de la madre de Carlomagno) o la alopecia (como la cantante de Ionesco) se erigen en la exclusividad del gusto.

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