Recordaré

En la Historia conocida por la mayoría de los vivos, nunca 365 días conmovieron tanto el mundo. No somos ya lo que fuimos. En algunos aspectos, para bien, mucho bien. La conciliación laboral, el teletrabajo, ha llegado para quedarse; la enseñanza online ya no será un obstáculo; podemos estar más cerca aun estando más lejos. La pandemia que ha arrasado con los modos sociales de relación ha alumbrado también un torrente de solidaridad, una conciencia de la necesidad de proteger las prestaciones del Estado. Una demostración, se ponga como se ponga el neoliberal, de que sin el apoyo de lo público –esa cosa―, la supervivencia social es más difícil. Esta pandemia nos ha enseñado también la particularidad de nuestro estado, complejo como la realidad, donde hay diversos gobiernos y administraciones, para que se preste distinta atención a la ciudadanía; donde una historia de siglos ha fraguado en un estado casi federal, absolutamente realista, y que desmiente la funcionalidad de un estado centralista (una realidad que solo alumbraron entre borbones iluminados y férreos dictadores) para prestar atención a la colaboración, el acuerdo, la concordancia, eso que llaman cogobernanza y que es y fue, salvando las distancias, un principio inspirador de un país que es suma de reinos.

Hemos aprendido mucho en 365 días: nos hemos planteado y hemos afrontado, como especie, un reto insólito, que confía el futuro a la ciencia y que ha demostrado que el trabajo del ser humano es infatigable y que se puede llegar más allá de las estrellas soñadas. Hemos aprendido a distinguir a voceros de divulgadores científicos, a escrutar en las redes, a saber, cuándo nos meten un bulo por detrás y a traición –aunque alguno disfrute metiéndoselos en vena-; aprendimos a cansarnos del ruido y estimar el silencio. Hemos conocido la soledad, y a veces sentimos cierta nostalgia de aquellos días en que la primavera crecía libre, aunque la muerte campaba por los hospitales, y asistíamos con la barbilla desencajada a un mundo que se resquebrajaba. Hemos aprendido a parar.

Hemos aprendido que los trabajadores sostienen gran parte del mundo; que este sistema funciona con el consumo y que donde no lo hay, no hay riqueza. Hemos aprendido que el sistema no tiene enmienda, que no se trata de arreglar unas goteras, sino que el mundo justo que sea posible requiere cambiar muchos asuntos desde la raíz. Hemos añorado amigos, familia y fiestas. Hemos conocido a quien nada le importa. Hemos visto despedirse a una generación. Hemos intentado salvar a esa misma generación que teníamos oculta en residencias. Hemos visto que se es más pobre sin energía, que los bancos de alimentos soportan a las familias más desfavorecidas; hemos visto que hay una brecha tecnológica entre pobres, más pobres, menos ricos y ricos. Hemos visto a las clases pudientes gritar «libertad» cacerola en mano, descapotable abierto. Hemos ganado y hemos perdido.

Otro día podremos hablar de lo que no hemos aprendido. De lo que hacemos, cada vez, peor.

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