Carta a los fariseos por navidad

Entrañables, cordiales, fraternales, familiares, mágicas… son epítetos que buscan maquear con buenismo el carácter de las fechas navideñas, marcadas por el tránsito de un año a otro y por los pasajes quizás más amables y conocidos de la mitología cristiana, antítesis de los episodios sadomasoquistas rememorados en Semana Santa. En estos días, se suele apelar al espíritu navideño para explicar una serie de conductas, postureos y deseos que poco o nada tienen que ver con lo que acontece el resto del año.

Como en todas las mitologías, la naturaleza dual de Jesús proviene de los genes, cruzados en su gestación, de un dios y de una mortal. Según las creencias mitológicas, el hijo así engendrado atesora cualidades divinas como cruzar el umbral de la muerte y regresar indemne, o mediar entre dioses y hombres. En este contexto, el relato mitológico hace de Jesús un héroe clásico, un semidiós capaz de curar cegueras, caminar sobre las aguas o resucitar muertos. También un hombre que llora y sangra.

A la multinacional católica se le va el negocio de las manos. Andan a la gresca la teoría evangélica y la práctica pagana en un mundo en el que los dioses son fabricados a medida por los sacerdotes para cubrir sus mundanas necesidades. El consejo de administración de la Iglesia ha estado, por los siglos de los siglos, amancebado con los poderes políticos y económicos de los reinos de este mundo, en una suerte de concubinato entre Dios y el César financieramente fecundo para ambas caras de la misma moneda.

Los dos poderes, divino y humano, se valen de artificios para manipular al pueblo, rebaño pastoreado al alimón. Así, en estas fiestas, visten de luz, resplandor de auras divinas para unos, áureo fulgor de tangible peculio para otros, las oscuras pobrezas que padecen súbditos y feligreses. Un año más vuelven a encandilar los alumbrados en calles, plazas y fachadas, a pesar de que ningún bolsillo público o privado, divino o humano, pueda afrontarlos ante la crueldad de las facturas energéticas y de las otras.

Pueblos, ciudades, y el metaverso todo se llenan de guirnaldas, abetos y misterios luminosos para honrar al supremo dios de los pueblos elegidos, al Becerro de Oro. Deslumbrado por los fastos, el pobre pueblo pobre cumple en Navidad el mandamiento capital de las Leyes de Dios y del César: “Consumirás por encima de todas las cosas”. Las jerarquías laicas y eclesiásticas celebran así, nos dicen, la epifanía de un semidiós humanamente pobre, humilde, caritativo y solidario, un prodigio imaginario.

La pobreza, la indigencia y la mendicidad son necesarias, fundamentales, para que el poder espiritual y el material se perpetúen como tales. Por estas fechas, el catolicismo y el neoliberalismo apelan a sentimientos que no practican, caridad y amor al prójimo, para que el pueblo redima unas culpas que acepta por imposición legislativa y teológica. Amemos al prójimo que no come ni duerme porque César y Dios le privan del techo y el trabajo, por acción uno, por omisión el otro, que le permitirían vivir con dignidad.

Es tiempo de caridad, de asear conciencias, de demostrar que siguen vigentes las palabras de San Mateo 23:1–12. Vigente el precepto medieval de que los pobres son necesarios, imprescindibles, para que los ricos puedan practicar la caridad y así salvar las almas. Vigente el eslogan franquista de los 50, “Siente un pobre a su mesa”, que retrató Berlanga en “Plácido”. En pocos meses, con otro carnaval de por medio, profano éste, se recordará la Última Cena que retrató Buñuel en “Viridiana”.

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