Democracia incompleta

Decía el vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias, a propósito de las elecciones catalanas, que “no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España”. Algunas de las razones que esgrimía para defender esta afirmación, no las comparto en absoluto. Comparar el exilio republicano con la situación del ex presidente de la Generalitat catalana Carles Puigdemont es simplemente una vileza, como argumentó magistralmente Antonio Muñoz Molina en su artículo “Los exilios” del 22 de enero en El País, al que me remito. Sin embargo, como también sostenía el escritor, tampoco yo voy a sumarme al linchamiento cínico de muchos, que, sin embargo, ven con buenos ojos la decisión del Ayuntamiento de Madrid de quitar nombres de calles a Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero. Pero, reivindicar la solución política del problema catalán, pedir que se lleve a cabo de una vez el debate sobre la República, reformar el código penal para que delitos como, por ejemplo, las injurias contra la Corona o contra las autoridades, dejen de estar penalizadas, o pedir la dignificación del mundo del trabajo, me parecen razones importantes para calificar nuestra democracia como incompleta.

Juan Luis Cebrián, que a veces dice cosas razonables, sobre todo, cuando no se deja llevar por sus orígenes franquistas, arremetiendo contra el actual gobierno democrático, escribía un artículo el pasado 23 de enero titulado “Rebelión contra las élites”, en el que realizaba una lúcida crítica del libro de Michel J. Sandel, muy esperado según nos contaba, “La tiranía del mérito”. Me produjo interés y, días atrás, aprovechamos la tranquilidad de las calles de Granada, pese al respiro dado por la supresión del confinamiento perimetral, para darnos un paseo por el centro, comprar unos cuantos libros, entre ellos éste, y picar algo en el mercado de San Agustín, que poco a poco va recobrando la vida y el bullicio propio de su actividad.

Aunque aún estoy metido en la lectura completa de sus apasionantes páginas, me he detenido en uno de sus capítulos, “Reconocer el trabajo”, en el que se hace un magnífico repaso de la situación laboral en la que se encuentran millones de conciudadanos en las sociedades más desarrolladas, aunque también en el resto de países, en las que “vivir en una sociedad que da tanta importancia al mérito, cuando te juzgan carente de mérito alguno, es muy difícil”, citando el famoso artículo en The Guardian, de Michael Young, años atrás.

Introduce Sandel esta cita, para explicarnos los orígenes del resentimiento actual de muchas personas que, por no haber sido capaces de llegar a poseer los “méritos” que les exigía el sistema, se veían fracasadas, paradas y hundidas, lo que los llevaba, incluso, al suicidio o a la muerte por drogadicción o enfermedades relacionadas con el alcoholismo. Paradójicamente, nos explica, durante las primarias republicanas de 2016, Donald Trump, que se presentaba como una especie de candidato rebelde y antisistema (de bote), obtuvo sus mejores resultados en zonas donde se registraban las mayores tasas de fallecimiento por desesperación. El paralelismo con el ascenso de la ultraderecha en España es sobrecogedor, sobre todo cuando se lee el análisis de la politóloga Katherine J. Cramer sobre el resentimiento, tras las entrevistas realizadas a personas de etas zonas, de que los vecinos de comunidades rurales creían que el Gobierno dedicaba demasiada atención y demasiado dinero del contribuyente a personas que no se lo merecían, como las minorías raciales o los profesionales urbanos. El racismo forma parte de su resentimiento, nos dice, pero, sobre todo, porque perciben que se les ignora y se les falta el respeto.

Lo que reivindica Sandel es restablecer la dignidad del trabajo, ante el aumento de la desigualdad y el agravamiento del resentimiento de la clase trabajadora. Explica que el contraste entre la identidad de una persona como consumidora y su identidad como productora nos señala dos maneras diferentes de concebir el bien común. Tanto Adam Smith, como Keynes, sostenían que el consumo era el único objetivo y fin de la actividad económica. Esto lleva a una economía política preocupada solamente por la magnitud y distribución del PIB, que socaba la dignidad del trabajo y conduce a un empobrecimiento de la vida cívica. Es lo que sostenía Aristóteles al argumentar que el florecimiento humano depende de que llevemos a efecto nuestra naturaleza mediante el cultivo y el ejercicio de nuestras capacidades. Y también lo entendió así Robert F. Kennedy, cuando manifestaba que los valores esenciales de nuestra civilización no se originan tan solo comprando y consumiendo bienes juntos.

La pandemia de 2020, ha conducido a muchos a reflexionar en la importancia de las tareas realizadas por cajeros, repartidores, cuidadores y otros trabajadores esenciales, pero mal remunerados. Esto favorece un renovado debate, nos dice Sandel, sobre la dignidad del trabajo, que trastocaría y vigorizaría nuestro discurso político y nos conduciría más allá de la polarizada contienda política, que sigue pensando en el mercado y en la soberbia de la meritocracia.

Para ello realiza dos propuestas diferentes, aunque complementarias. Una procedente del ala conservadora, representada por Oren Cass, un joven pensador conservador americano que fue asesor político del republicano Mitt Rommey, que propugna alcanzar este objetivo de la dignidad del trabajo con un subsidio salarial para trabajadores con bajos ingresos, que sería lo contrario a gravar salarios con cotizaciones sociales o retenciones a cuenta de la renta. De esta forma el Estado estaría aportando una determinada cantidad con el objetivo de posibilitar que los trabajadores con ingresos bajos pudieran ganarse la vida, aunque carecieran de las “capacidades” para situarse en la cúspide. Sería algo similar a lo aplicado en España y otros países con los Ertes, que han cubierto entre el 75 y el 90 por ciento de los sueldos de los empleados a condición de que no los despidieran. De esta forma, más que buscar la maximización del PIB, se fomenta la creación de un mercado laboral que prioriza la dignidad del trabajo y la cohesión social.

El segundo enfoque, muy bien visto por los progresistas de los distintos partidos, sería poner el foco en las finanzas, que son más corrosivas para la dignidad del trabajo que cualquier otra cosa. Según estudios que son citados en el libro, la participación del sector financiero en el PIB de EEUU suponía más del 30 por ciento en 2008, y sus empleados cobraban un 70 por ciento más que los trabajadores de similar cualificación en otros sectores. Sin embargo, las finanzas no son en sí mismas productivas, ni hay pruebas de que su crecimiento haya impulsado el crecimiento económico o la estabilidad, sino todo lo contrario, como sostiene Adair Turner, presidente de la Autoridad de Servicios Financieros británicos, que estima que solo un 15 por ciento de los flujos financieros se canalizan hacia nuevas empresas productivas. Por todo lo anterior, una agenda política en la que se reconozca la dignidad del trabajo debería usar el sistema fiscal para reconfigurar la economía de la estima, desalentando la especulación y mostrando respeto por el trabajo productivo. Esto significa desplazar la carga impositiva desde el trabajo hacia el consumo y la especulación.

La opción al nocivo cultivo del “ascenso social” y la “meritocracia” sería una “amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas y decentes, desarrollando y poniendo en práctica sus capacidades en un trabajo que goce de estima social compartiendo una cultura del aprendizaje extendida y deliberando con sus conciudadanos sobre los asuntos públicos”.

Acaba Sandel su libro recordando que el mérito comenzó siendo la empoderadora idea de que con trabajo y fe, podemos inclinar en nuestro favor la “gracia de Dios”. Sin embargo, este ideal de libertad nos aleja de las obligaciones de un proyecto democrático compartido, pues, si el bien común consiste simplemente en maximizar el bienestar de los consumidores, entonces lograr una igualdad de condiciones es algo que, en último término, carece de importancia. Ser muy conscientes del carácter contingente de la vida que nos ha tocado en suerte puede inspirar en nosotros cierta humildad, que será el punto de partida del camino de vuelta desde la dura ética del éxito que hoy nos separa, hacia una vida pública con menos rencores y más generosidad.

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