Desde hace un tiempo me encuentro melanconioso

Decía Luis Alberto de Cuenca, creo que en su ensayo ‘Baldosas amarillas’ de 2001, que la melancolía era «como el dolor muy maquillado». Ese sentimiento que los portugueses conocen con el bello término de ‘saudade’ (traducido igualmente como ‘añoranza’), el diccionario de María Moliner, en su primera acepción, lo define como: «Propensión, habitual o circunstancial, a la tristeza» y la Real Academia profundiza: «Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada».

La melancolía en el siglo XVIII se consideraba una enfermedad mental bastante común, sobre todo entre personas de elevada posición social (como la gota). En ‘La doncella quiso ser marinero. Travestismo femenino en Europa (siglos XVII-XVIII)’, de los ensayistas holandeses Rudolf M. Dekker y Lotte van de Pol, aseguran que «la melancolía es la modalidad en el siglo XIII de lo que ahora llamamos depresión».

Michael V. de Porte, en el historial médico ‘Nightmares and Hobbyhurses: Swift, Sterne and Augustan ideas of madness’ (que se podría traducir: ‘Pesadillas y pasatiempos: ideas de locura de Swift, Sterne y Augustan’), publicado en San Marino, California en 1974, asocia la melancolía con el término anglosajón ‘Blackmore’ [literalmente «más negro»] que define como «una continua sucesión de pensamientos fijados en un objeto triste». Entre los autores citados por De Porte, el autor y humorista irlandés Laurence Sterne, en ‘Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy’ (1759-1767), achaca el origen de la melancolía a procesos fisiológicos y no puramente psicológicos y propone la risa como el mejor antídoto contra la melancolía: «Por medio de una frecuente y convulsiva elevación y depresión del diafragma y de las sacudidas de los músculos intercostales y abdominales, que conduce la bilis y otros jugos amargos desde la vesícula biliar, el hígado y el páncreas con todas sus pasiones hostiles hasta sus duodenos».

No obstante, cuando nos invade la melancolía, el recuerdo, la añoranza, el suspiro de lo pasado o de lo que nunca fue, por mucho que se haga es como intentar perfumar una pocilga (con perdón). En ‘San Camilo, 1936’ (1969), Camilo José Cela escribe: «De nada vale entusiasmarse demasiado cuando en el corazón anida la melancolía».

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