Divino tesoro

Desde no se sabe cuándo vivimos una contradicción antropológica: la opinión de los adultos respecto a la juventud. De la juventud bien se espera lo mejor -un perfeccionamiento de la especie optimistamente resuelto- o bien se le recrimina lo peor, en una suerte que mezcla envidia, rencor y escándalo. Abandonada la juventud –aunque en esta civilización hay tantos se aferran a la adolescencia, al espíritu que parece no crecer, que niega asumir su experiencia y los años-, se la mira con la extrañeza que se ve crecer a hijos y sobrinos, como esos elementos queridos que vienen a sustituirnos y concatenar esa larga fila de sucesión de genes en que nos encontramos. «Juventud, divino tesoro» dijo el divino Rubén con toda seriedad, pero el tiempo convirtió el verso en frase oportunista. Que los adultos recriminan costumbres a los jóvenes, que los padres discuten con los hijos sucedió mucho antes del rock, de la juventud desenfadada y de los pantalones por debajo de los calzoncillos. Es un lugar común la incomprensión entre generaciones: hay y siempre hubo jóvenes que se comportaron como viejos, incluso como sabios, y ancianos que se rebelaron frente a la cronología. Por eso es cuestión de mirada: ¿qué jóvenes son aquellos que no observan las esenciales normas de distancia social, no se colocan la mascarilla cuando toca ni se protegen los unos a los otros? No depende solamente de una edad biológica y mental, sino de unas costumbres sociales y una demanda comercial, de una educación y un descubrimiento del mundo.

Como si de la Fiesta de la primavera se tratase -aquel macrobotellón que se presentaba con aviso y sobreaviso pero siempre pillaba de improviso-, la llegada de estudiantes a Granada, la apertura del curso universitario parece que nos hubiese pillado por sorpresa. Habrá que ver qué adulto se coloca en el grupo de ‘es que van como locos’ o en el ‘ya me gustaría a mí tener tu edad’, que son, groseramente, las representaciones en chascarrillo de esa contradicción antropológica. ¿Pudieron darse soluciones? Sí, una instrucción pública sobre la pandemia que apenas se ha hecho. Quien más quien menos se salta a la torera normas y recomendaciones: hay quien solo la manifiesta de boquilla y siempre siempre se rebela ese negacionista que llevamos dentro. Hay quien lleva un negacionista pequeñito, apenas insurrecto, un negacionista con espíritu de sometido. Hay quien lleva consigo un negacionista bandido, un impetuoso rebelde que cree que a la norma se somete el cobarde y que a él nadie le dice lo que hay que hacer: «¿Me va a decir usted a mí lo que tengo yo que hacer?». Ese rebelde se cree liberal; se puede considerar a sí mismo hasta anarquista; se puede considerar hijo de un espíritu español rebelde, desobediente, alegre y vocinglero; puede considerarse símbolo del descreído y que lucha contra las conspiraciones, pero solamente tiene el ánimo del fascista, del egoísta, del miserable. Números cantan, más allá de la carroña que muchos medios de comunicación hacen de la noticia.

Que sea en la juventud donde abunden esos atrevidos e inconscientes quizá haya que medirlo más que presuponerlo. Y si estaba medido o presupuesto, debían haberse tomado decisiones con antelación. En eso se basa la política: en adelantarse al acontecimiento, en saber que los botellones venían, que la fiesta iba a estallar. Lo demás, números descontrolados, policías y vecinos hasta la coronilla, estadísticas alegremente jóvenes, criterios epidemiológicos en juerga sin fin.

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