Educación, actividad esencial

Después de años defenestrados, perdiendo cada año y de forma exponencial entidad en el estatus de las profesiones, parece que volvemos los docentes al lugar que nos merecemos.

Y es que, en este país, nos vamos sacando dos títulos honoríficos a lo largo de la vida, unos títulos que nos dan en la Universidad “Cuñado I”. Uno es el de medicina y, el otro, el de maestros y profesores. Creemos que podemos opinar con autoridad de ambas profesiones. Por un lado, sabemos qué medicamentos o pruebas nos tienen que mandar nuestros galenos y, por el otro, dominamos todos los ámbitos de la educación, desde una programación a una medida de atención a la diversidad. Aun así, no dominan aquello de mandar un correo electrónico con datos adjuntos ni las videoconferencias para las tutorías… ¡que también está en el pack!

Esta forma de pensar y actuar, ha ido devaluando ambas profesiones, pero en especial, la docencia. Hemos sido un colectivo ninguneado por la sociedad. Si bien no quiero volver a aquello de “la autoridad la tiene el cura, el farmacéutico y el maestro” de la postguerra, creo que merecemos un mínimo de protección y de respeto, cosa que en muchos casos se había perdido.

Me gustaría que recordasen las primeras semanas del confinamiento. Con la novedad, las familias desempolvaron con grandilocuencia sus anteriormente mencionados títulos en la Universidad “Cuñado I”. Al poco, vieron que ese título sólo le servía para opinar de algo tan sumamente multidimensional que lo volvieron a esconder en el fondo del armario. Cuando se dieron cuenta que la función docente no es solo enseñar, sino que hay que motivar constantemente, realizar feedbacks positivos, localizar el error de aprendizaje para darle un enfoque diferente, bajar o subir el nivel en función de las necesidades y capacidades individuales o gestionar el tiempo de trabajo, abrieron los ojos y, lo más importante, volvieron a creer en la función docente.

No en vano, tras el confinamiento, y según los datos del barómetro del CIS del pasado noviembre, el 56.4% de la población opinó que la percepción de nuestra labor docente había mejorado, situándonos entre los colectivos más valorados. Y es que no fue plato de buen gusto afrontar las tareas diarias de sus vástagos, estar pendientes de las conexiones a clases virtuales, el envío de tareas y lidiar contra los “no lo entiendo”, “mi profe no lo explica así” … y luchar para que tuviesen un proceso de aprendizaje con unas mínimas garantías.

De eso parece que se ha hecho eco las Administraciones que, después de habernos mandado a la guerra con hidrogel y mascarilla, y tras 45.685 contagios entre alumnado de Infantil a Bachillerato, 5.862 docentes y 912 trabajadores/as de Administración y Servicios infectados por COVID (que serán más, pero son los datos “oficiales” que ofrecen), nos han considerado personal esencial y, a los profesionales, nos empezarán a vacunar la semana que viene.

A estas alturas, que nos administren la de Pfizer, Moderna o AstraZeneca (aunque parece que con toda seguridad será esta última), me parece un privilegio en función de todo lo que está viviendo la sociedad. No voy a ser yo quien critique que tiene sólo un 62% de eficacia cuando aún hay colectivos que no tendrán administrada ninguna. No es que me conforme con ver el vaso medio lleno, es que creo que debemos ser empáticos y agradecidos, eso que tanto le decimos a nuestro alumnado, pero que tan pocas veces ponemos en práctica.

Aun así, déjenme unos días de duda y escepticismo. Como fundador y presidente del “Club de fans de Santo Tomás”, hasta que no tenga mis dos dosis de protección circulando por mi cuerpo, no me lo terminaré de creer. Y cuando las tenga, sé que no seré invencible y habrá que seguir extremando las precauciones por la salud de nuestro alumnado y nuestras respectivas familias. Aún hay riesgo de transmisión del virus y, no lo olvidemos, un 38% de posibilidad de contagio… La responsabilidad individual sigue siendo vital. Por favor, hagamos los deberes.

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