El lenguaje como coartada

Hace tiempo me hallaba en un centro granadino de expedición de permisos de conducir y de caza cuando vi una escena que no he olvidado. La responsable del Centro explicaba a un señor campechano y mayor, llegado de un pequeño pueblo, que para renovar la licencia de caza tenía que hacer un test de agudeza visual.

El hombre se sentó donde ella le señaló y desde ahí le pidió que leyera de arriba abajo una tabla con letras. Él, sin pensarlo, agarró la silla y la acercó a la tabla del abecedario para leer las letras, que era exactamente lo que le había pedido aquella supervisora.

Sorprendida, le aclaró que la silla no podía moverla y que la lectura tendría que realizarla a cierta distancia, a lo que le respondió que, si quería saber las letras, tendría que acercar la silla al cartel.

Armada de paciencia le replicó que se trataba justo de una comprobación del nivel de visión a una distancia señalada. El hombre, que no entendía el método de aquella propuesta, le espetó entonces que, si para cazar zorzales tenía que acercarse a ellas, él así lo haría, igual que para ver las letras.

En ambos casos había dos formas de entender algo que respondía a dos finalidades distintas, sin un diálogo claro sobre cuál era el sentido común que tenía para cada cual aquel ejercicio, con dos lenguajes contrapuestos: «ver» o «leer»; «licencia» o «no licencia» de caza.

El lenguaje evoluciona porque nuestras formas de vivir y de pensar lo que vivimos evolucionan. Usamos lenguajes de manera interesada, pero nunca neutral. Si partimos de referentes distintos, el diálogo se hace muy difícil. Por ejemplo, a mi me importa la inversión en formación del profesorado para que actualice saberes sobre enseñanzas no sexistas o inclusivas. A otra persona puede parecerle que eso es un gasto que se ocasionará a las arcas públicas.

«Inversión» y «gasto» son dos prismas que parten de concepciones distintas de la educación y de propósitos diferentes, ambos difíciles de entenderse.

Los lenguajes no son inocentes, y esconden intereses, según para quiénes y para qué. Siguiendo con el ejemplo anterior, en ambos casos se parte de dos enfoques de lo que es apropiado o bueno para la educación y, más específicamente, para la función escolar y su profesorado: la escuela (en cualquier etapa) como bien común y universalizable a infancia, juventud y pre-madurez, o el mercado como controlador y gestionador del gasto educativo y la educación como capital económico.

Si a un sector nos importa una educación con sentido para las personas, para nuestra madurez, nuestra visión crítica argumentada sobre los problemas que tenemos, nos mostraremos afines a la dotación de recursos humanos y materiales, pedagógicos y culturales para la escuela, en la parte de educación que le corresponde. Así, facilitaremos que las personas aprendan a pensar en la complejidad del mundo en que viven, a respetarlo, criticarlo o cuestionar aquella parte que reproduce desigualdades e injusticias (ser gitan@, ser musulm@n, ser gord@, ser pobre, ser homosexual, ser mujer, ser afeminado, hablar otra lengua, ser pequeñ@, utilizar muletas, ser sordomud@, ser disléxic@, ser african@, y muchos otros). Nuestros lenguajes hablarán para ello de «coeducación», «inclusión», «convivencia», «solidaridad», «autonomía», «dependencia», «cuidado», «diversidad»…

Si para otro sector, lo que importa es el economicismo del sistema educativo, el control del profesorado, la competencia entre y de personas y su cuantificación, o la reproducción de los roles sexuales y la división de los sexos, hablaremos de lenguajes como «segregación escolar», «pin parental», «tecnicismo», «biología», o «ranking» y «libertad de elección de centros».

Ni lo uno ni lo otro es nuevo. Los terrenos se abonan para que los lenguajes parezcan reformular los viejos problemas y alcanzar mejores soluciones, pero ni los problemas son viejos ni las fórmulas mágicas. El ranking de PISA de 2018 muestra cierto empeoramiento de los centros públicos andaluces respecto de otras autonomías, ¿qué significa esto, exactamente, para la sociedad y la comunidad educativa?. Todos los lenguajes están cargados de ideología: todos, porque todos parten de ideas, juicios o prejuicios, culturas y políticas concretas que dan uno u otro sentido a la función de la escuela.

Las preguntas que podríamos formularnos para saber de qué lado mejora la sociedad podrían ser, entre otras, estas: ¿hace el «pin parental» más iguales a las personas que parten de sistemas desiguales? ¿Es una demanda del profesorado -dado que se dirige a su ejercicio docente-? ¿Es el recorte del gasto educativo (en Andalucía, por ejemplo, 411 líneas públicas menos) beneficioso para los problemas de inclusión o de sexismo contra las mujeres (y de otra manera sobre los hombres también) y colectivos en situación de desventaja? ¿Son útiles lenguajes como «respeto a las capacidades», «aprendizajes de calidad», «coeducación», «cohesión social» o «diversidad», que han dado buenos resultados en muchas experiencias educativas desde hace dos décadas, muchas de ellas en Andalucía?

Como decía un buen pedagogo, la profesión docente es peligrosa porque es relevante. No imponerle ideologías es clave para su función social. O libertad para tod@s o para un@s poc@s; o conciencia crítica o adoctrinamiento; o igualdad y equidad o privilegios para un sector minoritario. En esta realidad nos movemos hoy.

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