El misterioso crimen de Píñar

La localidad de Píñar, situada en el centro-sur de la comarca granadina de los Montes, es una villa calma y tranquila de dilatada historia. Uno de esos lugares en que nunca pasa nada. En ella las gentes son tranquilas. No hay sobresaltos o alteraciones del ritmo de vida. Acaso, a lo largo del año, una nevada que la aísla o la producción de una crecida del río Cubillas que atraviesa el término municipal.

La historia conocida de la comarca es dilatada. Se prolonga en la noche de los tiempos, al menos, hasta el musteriense, porque no en vano los restos más importantes de Europa de este complejo tecnológico y estilístico englobado dentro del Paleolítico medio y relacionado con el homo neanderthalensis, se encuentran en la cueva de la Carigüela, auténtico emblema de la pequeña localidad que ha albergado a distintos pueblos, principalmente romanos y árabes, hasta el advenimiento de la edad moderna.

Una narración aplazada

Sin embargo, la parsimonia que la vida cotidiana impone en la comarca no impide que Píñar haya sido escenario de determinados sucesos luctuosos que han centrado en ciertas ocasiones, muy especialmente, la crónica negra de Granada. Es el caso del conocido como “el crimen de las extranjeras”, uno de los hechos criminales más terribles que se recuerdan y que sucedido en 1980 aún hoy sigue sin resolver. Y lo es también del caso que voy a narrar a continuación que fue denominado en su momento como “el misterioso crimen de Píñar”, por las dificultades que presentó su investigación. Al menos así lo tituló la prensa local y lo consideraron los miembros de la policía y la Brigada de Investigación Criminal, que al final, acabaron resolviéndolo.

Advierto que en su día no quise incluir este suceso en la “Crónica Negra de Granada” (2002) por diversas razones que fueron verdaderos obstáculos. La proximidad temporal, por entonces, con los hechos, la pervivencia de alguno de los agentes principales del crimen y de sus familiares, y más que nada el recuerdo todavía agrio que el suceso provocaba en el pueblo, me disuadieron a narrarlo. Actualmente, superados en buena parte estos inconvenientes, en aras de su conocimiento, lo cuento ahora, más de seis décadas después de haber sucedido.

Un suceso intrigante

Fue tan complicado de resolver el asalto al cortijo de “La Cañada”, que el policía granadino Miguel de Guisado Ladrón de Guevara que fue el detective encargado del caso, necesitó la colaboración de los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid José Hurtado Martínez y Miguel Núñez Ferrer para poder resolverlo. Cierto que nada contribuyó a su esclarecimiento. Los protagonistas activos y pasivos del intrigante suceso que tuvo lugar la noche del 22 de mayo de 1957 en la hacienda del matrimonio Martínez-Huertas, complicaron sobremanera su resolución que tuvo que demorarse seis meses hasta que de modo no poco sorpresivo, la noche del 6 de noviembre, fueron detenidos los presuntos responsables.

A modo de breve exposición, digamos que una criada tan sorda que no oyó ni vio nada; que un hijo con discapacidad intelectual que, aunque vio a los asesinos, su testimonio no fue aceptado por los investigadores; que la presencia de un albañil que en el momento en el que se oyó el disparo dormía como un leño, a pierna suelta, junto al lugar del crimen, y que aseguró a la Policía no haberse enterado de nada; y un marido, Emilio Martínez Jerez, que inicialmente dio explicaciones poco convincentes de lo sucedido, conformaron un reparto de papeles en el escenario del crimen que no facilitó la resolución de la muerte de Matilde Huertas Ruiz, esposa del citado, que fue considerado principal sospechoso.

El crimen

En ejecución de un plan preconcebido que tenía por objeto secuestrar al dueño de la finca, la noche del suceso los conjurados, dos individuos anónimos hasta ese momento, penetraron en la vivienda con el rostro cubierto por un pañuelo anudado en forma de pico. Nada más irrumpir en la vivienda del cortijo sorprendieron al dueño que se hallaba sentado ordenando unos papeles en una mesa. Lo encañonaron y con pertinaz violencia intentaron llevárselo por la fuerza en presencia de su hijo, que lo acompañaba. Emilio Martínez Jerez se resistió al intento de secuestro. Durante el forcejeo comenzó a proferir peticiones de auxilio con grandes voces, logrando con sus gritos sobresaltar a su esposa que irrumpió en la escena de modo inesperado para los asaltantes. La mujer, lejos de amedrentarse, se enfrentó decididamente a los dos malhechores cohibiéndolos hasta el punto de que uno de ellos, según se recoge en la causa, se asustó y apretó el gatillo del revolver que portaba alcanzando con su disparo la cabeza de la víctima.

La mujer cayó muerta con la frente destrozada. Seguidamente los criminales huyeron protegidos por la oscuridad de la noche, deslizándose como dos sombras, con una facilidad tal, que bien pareció a los miembros de la policía luego que conocieron el hecho de la fuga, que debían conocer el lugar.

Ahora bien, lo verdaderamente llamativo del suceso no fue la fácil evasión de los asaltantes del lugar del crimen, sino el hecho de que nadie en la casa, a pesar de que estaba llena de gente, oyera nada. Solo un hijo del matrimonio, discapacitado, que pudo asistir seguramente al acontecimiento desde el primer momento y que con dificultad señaló con su relato a uno de los asaltantes como alguien que le era conocido, trató de explicar y ayudar con su testimonio al esclarecimiento del crimen. Sin embargo, su testimonio no sería tomado en cuenta dada su situación psíquica.

Las pesquisas iniciales practicadas por la policía con el que inicialmente consideró principal sospechoso de un crimen que apenas tenía explicación, el marido, solo evidenciaron que el disparo que reventó el cráneo de la víctima, hizo huir despavoridos a los asaltantes del cortijo, los cuales no debían de ser unos criminales habituales, sino unos aficionados que muy posiblemente no habían pretendido causar la muerte de nadie, solo el secuestro del propietario, por el que habrían planeado pedir un rescate.

La investigación y la detención

Descartada la hipótesis del parricidio la investigación siguió varias líneas. Se tomaron como partida dos pistas principales. El teórico buen conocimiento del lugar del crimen por los asaltantes y la que resultó principal, la aparición, junto a un árbol cercano a la casa, de un billete de tren y trozos de papel de una carta destruida que, una vez pegados con papel celofán, desvelarían el nombre de un individuo al que la policía investigó sin demora. Con no pocas dificultades dados los medios de la época, el crimen vino a resolverse la noche del 6 de noviembre de 1957, de ese mismo año en que se había producido, con la detención de Epifanio Castillo Escalona y Francisco Pinel Molina, ambos vecinos de Cogollos Vega, que fueron acusados seguidamente, tras su confesión, como los autores del asesinato.

El primero de los detenidos, de la familia de “Los Castillicos”, era hermano de varios guerrilleros que habían pertenecido a la partida de “Olla Fría”. El segundo, Pinel, cuyo descubrimiento resultó clave para el esclarecimiento definitivo del crimen, había trabajado como peón en la casa que asaltaron aquella noche oscura de final de mayo, de ahí que cuando perpetraron el asalto conocieran bien la hacienda que abandonaron sin dificultad en plena noche.

Fueron condenados

Tras un interrogatorio en el que, según la policía, ambos detenidos confesaron el crimen sin contradicciones, los dos fueron trasladados e ingresaron por resolución judicial en la prisión provincial de Granada. El año siguiente, en 1958, la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial condenó a ambos procesados a veinte años de cárcel por el delito de asesinato, a seis más por el delito de detención ilegal en grado de tentativa y a indemnizar al marido de la víctima, Emilio Martínez Jerez, con 200.000 pesetas. Concluía así el proceso del conocido como “el crimen misterioso de Píñar” que había quedado definitivamente resuelto y sentenciado.

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