El necesario olvido

Para Borges, quien opinaba que «nuestra mente es porosa para el olvido» (‘El Aleph’, 1949), «sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido» (‘Otras inquisiciones’, 1952). Por mi parte, estoy para que me echen directamente al cajón de los objetos perdidos. El olvido es una táctica —involuntaria tal vez— de supervivencia. En filosofía, se contemplan tres clases de olvido: por interferencia, por desuso y por voluntad.

La cabeza es un rimero de recuerdos. Los datos se acumulan. Unas vivencias van enterrando a otras si no las refrescamos. La nueva luz oculta la luz anterior. Los recuerdos a veces se muestran sin querer o quizá nunca desaparecen cuando deseamos olvidarlo. ¡Qué infierno se vuelve —poetizo— cuando un mal sueño regresa continuamente como el oleaje espumado en la orilla!

El recuerdo puede dormir en nuestro interior, por voluntad, como decimos, o por negación. Cerramos los ojos a nuestro pretérito, a nuestro dolor, a veces en contra de nosotros mismos. El psicoanálisis rescata ese pasado turbio e intenta que nos enfrentemos a él. Somos víctimas de nuestra vida anterior.

Cuando el olvido es involuntario, se convierte en una limitación. Hay gente propensa a olvidar —«la memoria de pez», comúnmente llamada—, como hay quien memoriza todo. Ireneo de Lyon (siglo II) enumeró, en latín y español, en su tratado ‘Contra las herejías’ los casos de memoria prodigiosa registrados por la ‘Naturalis historia’ de Plinio el Viejo. A saber: Ciro, rey de los persas, sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides inventó la mnemotecnia o memoria fotográfica; Metrodoro profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez.

Truman Capote (1924-1984), confesó que era capaz de recordar hasta un noventa y cuatro por ciento de lo que había escuchado o había leído. Luis Cernuda (1902-1963), en cambio, decía que sólo recordaba olvidos. Flaubert, en su ‘Diccionario de lugares comunes (1911), apuntaba en la acepción ‘Memoria’: «Quejarse de la propia, e incluso presumir de no tenerla. Pero bramar si se os dice que no tenéis juicio»

Cuando se recuerda —o se olvida— con cierto cariño, damos paso a la nostalgia, que para Luis Alberto de Cuenca no es otra cosa que «el dolor muy maquillado»; y, para Tolstoy, «el deseo de los deseos». Cela, en ‘El solitario’ (1963), llegó a confesar que «La memoria es un delicadísimo manantial de dolor».

De nuevo, ‘Otras inquisiciones’, nos refiere Borges que Swift había dicho al poeta inglés Edward Young (el de los ‘Night Thoughts’), en 1717: «Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa».

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