El pantagruélico Qin Shi Huang

Conocido como el primer huangdi, o sea, el primer ‘emperador’ (nombre que inventó él mismo), Qin Shi Huang (o Shih Huang Ti en otras versiones) unificó la China en el año 221 antes de Cristo, tras una larga y sangrienta campaña militar. Su primer objetivo era borrar todo rastro anterior a él, que la historia comenzara con su nombre, por lo cual quemó todos los libros que en el reino existían, persiguió a los intelectuales, dando muerte a los eruditos que criticaban sus medidas, y prohibió mencionar los nombres póstumos de los reyes que le habían precedido.
Shi Huang, conocido en Occidente como Tsin —contemporáneo de las guerras de Aníbal— simplificó la escritura, codificó las leyes, construyó caminos, inventó la brújula y, en un acto de bondad, decretó que después de su muerte se hiciesen muñecos de terracota, de tamaño natural, para reemplazar a todos aquellos miembros de su séquito —soldados, siervos y nobles— que, según las antiguas tradiciones, tendrían que haber sido enterrados vivos junto con su cadáver en la ciudad de Xian. Este ejército contaba con siete mil quinientos soldados de rasgos faciales distintos en un intento de representar los Seis Reinos de China que había logrado unificar bajo su aura para formar una sola nación.
«Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina —escribe Borges en Otras inquisiciones, en 1952—. Prohibió que se mencionara la muerte y busco el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año».
La arrogancia de Tsin había alcanzado proporciones mayúsculas; tanto es así que, para castigar a una montaña con la que se había sentido ofendido, ordenó desnudarla de su vegetación y pintarla de rojo, el color que usaban los criminales condenados.
También se le conoce a este pantagruélico emperador por haber levantado la casi infinita Gran Muralla —quinientas o seiscientas leguas de piedra para impedir que entrasen los bárbaros a su imperio—. «Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes—continúa el invidente argentino—; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró (…). Cercar un huerto o un jardín es común; no lo es cercar un imperio».
Herbert Allen Giles (1845-1935), diplomático y sinólogo británico, inventor de un sistema de romanización del idioma chino, cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla.
Borges termina preguntándose: «Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que este era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan».
Un detalle final. La mayor parte de lo que conocemos de este emperador nos ha llegado, irónicamente, a través de aquellas escuelas de pensamiento que persiguió en su día, por lo que es muy posible que lo que sabemos sobre su extrema crueldad sea una exageración.

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