El regador regado

L’arroseur arrosé es una brevísima película de Louis Lumière rodada en dos partes en 1895 y 1896. Según los historiadores del séptimo arte, el guion era adaptación de una tira cómica y supuso el inicio del cine con argumento. También es pionera de la industria cinematográfica como tal al tratarse de la primera película en la que un actor cobra por su trabajo, de la primera sesión de cine por la que se pagó una entrada y de la primera que contó con un cartel publicitario propio.

Como muchos de ustedes recordarán, la idea era muy sencilla pero resultona: un joven gamberro pisaba la manguera con la que un jardinero regaba el jardín y para comprobar el origen de la falta de agua, el jardinero acerca su cara a la boca de la goma, momento que el rufián aprovecha para levantar el pie y el chorro acaba regando la cara del ingenuo jardinero y llevándose su sombrero por delante. Tras la persecución el gracioso acaba recibiendo su premio en forma de tirón de orejas y mojadura con la misma manguera que había servido para su broma.

Por muy vieja que sea la idea que subyace en esta broma parece que estamos obligados a sufrir su repetición en todos los ámbitos de la vida. En castellano usamos expresiones clásicas como “recibir su propia medicina”, “recoger lo que se siembra”, hemos aceptado términos exóticos como “karma” o neologismos como “zasca” para referirnos a esas situaciones en las que el tiempo nos devuelve el efecto amplificado de nuestras propias acciones. Es el típico proceso causa – consecuencia.

Como digo, esta situación es muy frecuente pues forma parte de la dinámica de la existencia y de la interacción social, pero, y llámenme ustedes raro, lo que cada vez me cuesta más aceptar es su alarmante expansión en el mundo de la política y de la información y la comunicación, haciendo común un comportamiento que habla mucho de la pobreza intelectual de sus protagonistas. Convertir las ruedas de prensa institucionales, los plenos municipales, los parlamentos autonómicos, nacionales y europeo en un frontón en el que se disparan frases sin sentido y se intercambian sonoras bofetadas, desvirtúa la esencia dialéctica de la política que es conseguir el mayor consenso posible mediante la defensa, el diálogo e intercambio a partir de tesis diversas. Hacer del usted y los suyos más, de la herencia recibida, del exabrupto, cuando no directamente del insulto, el argumento básico y prácticamente único del debate es hacer espectáculo de la política. La política espectáculo como prolongación de los platós de televisión o, en el peor de los casos, de los campos de fútbol con sus hooligans aulladores, esos que únicamente aspiran a ganar aunque sea a costa de un juego horrible y de la salud de rodillas y tobillos del adversario.

Sin embargo, parece cumplirse esa ley no escrita de la entropía que sostiene que, si el desorden de un sistema puede ir a peor, probablemente lo hará. El uso extensivo e intensivo de las redes sociales, un instrumento aparentemente descentralizado y fluido, en sustitución de los canales tradicionales de información y comunicación han propiciado la emergencia de personajes que adquieren (o peor, se autoadscriben) nuevas formas de liderazgo. Las redes sociales pueden convertir a cualquiera en un bloger o influencer con miles o millones de seguidores que suspiran por un mensaje o vídeo de su héroe o heroína. Pero es que, como en las películas y series policiacas, todo lo que subas a esas redes permanece como prueba en algún recóndito lugar de eso que llamamos Internet y puede ser utilizado en tu contra.

El ciberespacio es el ámbito de novedosas formas de faltas y delitos que se amparan en esa vana presunción de anonimato. Ese anonimato se diluye cuando voluntariamente subimos imágenes o escribimos comentarios y los lanzamos a un público difuso y sin rostro. Buscamos atención, reconocimiento o la fama momentánea y, aunque el humor o la ironía atraen a muchos seguidores, el ataque o el insulto directo también aseguran el éxito.

Pero es que todo ese material que gratuitamente compartimos con las masas deja de pertenecernos en cuanto sale de entre nuestros dedos, queda a disposición de quien quiera utilizarlo y de la forma que quiera hacerlo. Es la contrapartida de disponer de un altavoz en nuestro propio teléfono u ordenador. Así se alimenta el monstruo… Y quienes participamos del festín no estamos en disposición de impedir que el monstruo acabe royendo nuestros huesos como anticipaba Goya. Y ahí están las figuras de los trolls y los haters para recordarnos que además de gente que nos admira hay otras personas a las que no les caemos bien y que va a atacar todo lo que hagamos o digamos y que esas personas tienen a su vez seguidores que van a participar activamente en el linchamiento.

Luego, cuando el monstruo ya se ha hecho enorme, ha escapado a nuestro control y se ha vuelto en nuestra contra buscamos argumentos para justificar sus destrozos o recurrimos a los tribunales para resarcir nuestro honor mancillado. Yo nunca he dicho eso, mis insultos no buscaban degradar a nadie, las preguntas son tendenciosas, mis videos se han sacado de contexto, se está poniendo en duda mi honestidad, los responsables son los medios de comunicación que tergiversan la información…

Matemos al mensajero y acabemos con el problema. ¿O no?

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