Sin mención de ningún tipo

Hay nombres en nuestra adolescente democracia que por unas u otras circunstancias fueron relegados al olvido, los hay que aún resuenan vagamente en el recuerdo y también aquellos que particularmente fueron condenados al ostracismo. No obstante, los hay que por diferentes causas quedarán grabados en la memoria para siempre, algunos de los dueños de estos nombres aparecen por defecto en los libros de texto cuando llegamos al apartado de historia contemporánea, pues por sus decisiones y actos marcaron hitos en el tiempo, para bien o para mal.

Así sabemos quién era ministro del Interior cuando se destapó el caso de los GAL, o quién era presidente del Gobierno cuando España ingresó en la OTAN, o su homónimo en el cargo cuando aquella tristemente famosa cumbre de Las Azores que culminó con la guerra de Irak, o quién ocupaba la cartera de Economía cuando se consumó la privatización de empresas públicas rentabilísimas, como Endesa, Telefónica, Gas Natural… Y así podría seguir enumerando sin nombrar hasta rellenar un sinfín de páginas, a personajes políticos que en mayor o menor medida un día fueron aclamados y otro después odiados, que en ocasiones prometieron y en otras posteriores mintieron.

Sí, es lo que tienen todos ellos en común: la mentira, y no porque yo lo diga, sino porque ha quedado más que demostrado. Se pilla antes a un embustero que a un cojo, dice el dicho;la mentira tiene las patas muy cortas, reza otro. Sin embargo, de esta infinita lista que podíamos elaborar, la inmensa mayoría han salido indemnes y aún hoy se pavonean sonrientes ante las cámaras, incluso se permiten ofrecer conferencias, muy bien remuneradas, por cierto, para sentar cátedra sobre lo que está bien y lo que está mal. Y es que deberíamos asumir, para nuestra mayor desgracia, que la mentira se ha institucionalizado.

Leí hace unos días una frase que acuñara Friedrich Nietzche: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”. Bueno, tras analizarla detenidamente, concluyo que no es una máxima aplicable en todos los ámbitos, ni genérica ni particularmente, por más autoridad y prestigio que con su obra obtuviera el filósofo alemán, porque si bien es cierto que la confianza que de otra persona tardamos varios años en ganar, la podemos perder en unos instantes, ¿es menos cierto que seguiremos creyendo ciegamente en aquella que cautivó nuestro corazón, a pesar de una mentira o una infidelidad? Pero claro, quizá os estaréis preguntando al igual que yo, ¿qué prócer, candidato político o líder amado ha alcanzado jamás tan elevado lugar en nuestras vidas? Y de haber sido así, aún de un modo platónico, o mítico tal vez, ¿durante cuánto tiempo es posible mantener tal estado de ingenuidad consabida, de humillación y sometimiento consentido? Es innegable que esto sucede y que de todos los nombres que me ahorraré pronunciar, muchos años después de haber desaparecido parcial o totalmente del panorama político, son muchas las personas que aún hoy los veneran, que incluso distorsionan sus mentiras, que defienden aquella gestión nefasta que a todos nos perjudicó, incluidos a ellos mismos, y eclipsan sus errores a voz en grito con otros que cometieron sus adversarios, que justifican así una atrocidad comparándola con otra de semejante magnitud para de esta manera y quién sabe con qué intención, transformar una situación insostenible en algo de lo más natural. Hacer del robo, del asesinato y todos los vicios habidos y por haber, sin dejar atrás ni uno solo de los siete pecados capitales, poco menos que una doctrina reservada a unos cuantos, que por elegidos se tienen. Es por eso y perdón si me reitero, que puedo aseverar que la mentira se ha institucionalizado. Que no encuentro respuesta a estas preguntas ni la encontraré, que la condición humana es una fuente inagotable para los que gustamos de su estudio. Y que no haré mención de ningún tipo, porque no hay nadie digno de ser aludido en esta breve reflexión. Así pues, asumido esto, vamos a seguir fingiéndonos buenos ciudadanos y hagamos cola de nuevo, para sumarnos a la cada vez más frecuente, fiesta de la Democracia.

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