El dinero público para los colegios públicos

Dicen que la educación pública, gratuita y universal, es uno de los elementos estructurales del Estado de Bienestar, que tantos sacrificios les costaron a nuestros padres y abuelos y que dábamos como un logro indestructible no hace demasiado tiempo. Craso error. Los gobiernos de derecha y ultraderecha patrios disfrazados con la piel de cordero que tan bien parece sentarle a Moreno Bonilla, están socavando hasta los cimientos esa herramienta de ascenso social que tan en evidencia deja a sus cachorros.

Desde la enseñanza de 0 a 3 años privada, para la que Juan Manuel no ha dudado en devolver millones de euros europeos destinados a la pública, para que así no pudieran hacerle la competencia a sus “amigos de pupitre”, hasta el florecimiento de universidades privadas, a mayor gloria de niños de papá ágrafos, que solo así pueden conseguir un título que colgar en el despacho heredado, la campaña de demolición de la enseñanza pública en Andalucía solo ha hecho que comenzar.

Esta semana hemos sabido que el 60% de los centros educativos concertados de nuestra comunidad cobran una cuota a las familias que se sitúa en los 453 euros de media, según el informe elaborado por Esade, según el cual el cobro de cuotas en los centros concertados «son ilegales en teoría pero habituales en la práctica».

Mientras que un 67% del alumnado acude a centros de titularidad pública, cerca de un 30% lo hace en centros financiados con fondos públicos pero de titularidad privada, llamados centros concertados y solo un 4% acude a centros privados auto-financiados.

El estudio pone de manifiesto que, a día de hoy, «no hay gratuidad universal para acceder a la escuela concertada». Además, la concertada, en comparación con la pública, escolariza en una proporción mucho menor al alumnado de renta baja y origen migrante, lo cual «daña significativamente la igualdad de oportunidades y la equidad, uno de sus objetivos fundamentales»

Para entender semejante barbaridad convendría saber que España difiere del resto de países europeos en un aspecto fundamental: mientras en Europa la educación privada generalmente apenas sobrepasa el 10% del sistema educativo, en España alcanza el 30%. Además, en España esa educación privada recibe grandes cantidades de dinero público.

Una situación que hunde sus raíces en el siglo XIX, en el que la fuerte influencia de la Iglesia en España impidió que el Estado asumiera la educación y formara un sistema educativo nacional como en el resto de Europa. Las escasas escuelas existentes siguieron siendo en su mayoría propiedad de la Iglesia y el analfabetismo campó a sus anchas hasta principios del siglo XX. La II República trató de solucionar esta situación, pero la Guerra Civil truncó cualquier avance. El franquismo entregó a la Iglesia toda la educación en pago por su apoyo en la Guerra Civil y durante décadas persistió la desescolarización endémica.

En los últimos años del franquismo, organismos internacionales como la UNESCO presionaron a España para que hiciera mayores esfuerzos en educación. Fruto de esto, en 1970 se declaró gratuita y obligatoria la educación entre los 6 y los 14 años de edad (la famosa EGB).

Sin embargo, en aquel momento existía un gran número de centros privados que venían impartiendo estas enseñanzas, en su inmensa mayoría propiedad de la Iglesia católica. Tras esta declaración de gratuidad y obligatoriedad, estos centros privados presionaron al Estado para obtener subvenciones aduciendo que era la única manera de garantizar esa gratuidad para los alumnos que escolarizaban. Con el Ministerio de Educación dominado por fuerzas afines a la Iglesia, muy pronto las subvenciones se multiplicaron sin control.

En 1982 llega al gobierno el PSOE de Felipe González. Su prioridad era la “modernización”: en educación había que superar la “historia de escasez, inhibición del Estado, politización y ardor ideológico” y centrarse en lograr una escolarización a niveles europeos. Para ello había que promulgar una ley de escolarización que fuera a durar, es decir, que fuera aceptada por todos los actores políticos, incluida la Iglesia.

Las negociaciones con la Iglesia y la derecha parlamentaria fueron muy duras porque estos actores no renunciaban a sus posiciones maximalistas: que el Estado financiara la enseñanza privada sin contrapartidas, incluso absteniéndose de construir centros para no hacerles la competencia. La pretensión de los representantes de los obispos era que el Ministerio de Educación siguiera bajo su influencia como durante el franquismo. De hecho, en la primera reunión con el ministro socialista, presentaron sus propios decretos con el objeto de que fueran firmados y publicados en el BOE, como había venido siendo habitual.

El resultado fue la Ley Orgánica del Derecho a la Educación de 1985 (LODE), que establecía el siguiente pacto entre Iglesia y Estado: la Iglesia conservaba su sistema escolar y recibía subvenciones más estables y cuantiosas, pero a cambio sus centros debían comportarse como centros públicos, es decir, escolarizar sin discriminaciones y gratuitamente.

Hay que destacar que el pacto se hizo principalmente para aplacar a la Iglesia y evitar cualquier atisbo de guerra escolar que pusiera en peligro al nuevo régimen político. Todo cuanto se ha dicho de que los conciertos nacieron porque el Estado no tenía dinero para crear suficientes colegios es prácticamente un mito. Y esto se demuestra en que, cuando los obispos se negaron a firmar los conciertos porque consideraban inaceptables las mínimas contrapartidas que se les pedían para recibirlos, el ministro socialista afirmó que la mayoría absoluta socialista en el Congreso aprobaría un crédito extraordinario para inundar España de colegios públicos. Los obispos firmaron los conciertos y esperaron a otros gobiernos que desarticularan los mínimos controles que se habían establecido.

Han pasado ya 49 años desde la implantación del sistema de conciertos educativos, que constituye una anomalía en Europa. El gobierno socialista de entonces pactó con la Iglesia que sus centros educativos recibirían fondos públicos y estos se comportarían como públicos, escolarizando sin discriminaciones y gratuitamente. En aras de la calidad democrática y de la eficacia en la gestión de los recursos públicos debemos hacernos esta pregunta y actuar en consecuencia: ¿Se ha cumplido el pacto? Claramente no.

Casi 50 años después de semejante cambalache parece que ya va siendo hora de acabar con el actual estado de cosas y dejar meridianamente claro que el dinero público solo debe ser para lo público, también en la educación y que por lo tanto, la enseñanza concertada -falsamente gratuita- debería pasar a mejor vida, por pura salud mental y democrática.

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