El que esté libre de pecado que encierre su retrato en un armario

El ‘Diccionario de la Real Academia’ en su primera acepción define el pecado como: «Transgresión consciente de un precepto religioso», pero, generalizando el concepto, apunta en segundo término: «Cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido». Es importante hacer hincapié en la palabra ‘consciente’. En cierta ocasión, parafraseando un precepto católico (que se puede leer en Mateo, 5:30), escribí este aforismo: «Si tu mano derecha peca, dale una oportunidad a la izquierda».

Ya lo decía Oscar Wilde en ‘El retrato de Dorian Gray’ (1890): «La única forma de vencer una tentación es dejarse arrastrar por ella»; y más adelante: «En el cerebro también, y sólo en el cerebro, tienen lugar los grandes pecados del mundo» y más: «La verdad es que el pecado es el único elemento pintoresco que ha quedado en la vida moderna». En otro momento de su única novela [sin contar ‘Teleny’, uno de los escritos prohibidos, por el alto grado de erotismo homosexual, que escribiera en su estancia en prisión], el autor irlandés relata: «Había pecados que nos fascinaban más por su recuerdo que por haberlos cometido; extraños triunfos que satisfacían el orgullo más que las pasiones y que proporcionaban a la imaginación un repentino sentimiento de alegría más grande que cualquier otra alegría que pueda envolver a los sentidos».

Para Julio Caro Baroja: «El pecado es más bien una debilidad que una falta grave»; y para el Faulkner de ‘Mientras agonizo’ (1930): «Dios creó el pecado». «Dios mío —exclama Cela en ‘Pabellón de reposo’ (1943)—, ¿por qué ancestral pecado que hoy me toca purgar me hicisteis hombre? Y Carlos Fuentes, en ‘Adán en Edén’ (2009), advierte: «Tu pecado no es Eva. Es la manzana. Y la manzana es la codicia, la rebelión y el orgullo. O sea, el conocimiento». James Joyce por su parte lo ratifico en Ulises (1922): «Esposa y compañera de Adán Kadmon: Heva, Eva desnuda. Ella no tenía ombligo. Mirad. Vientre sin mácula, bien abombado, broquel de tensa vitela, no, grano blanquiamontonado naciente e inmortal, que existe desde siempre y por siempre. Entrañas de pecado».

No todo el mundo se puede permitir pecar. Me refiero a un pecado definitivo; un pecado gordo y ejemplar. De nuevo Oscar Wilde, en ‘Dorian Gray’, sigue argumentando: «Los pecados bellos, como las cosas bellas, son privilegio de los ricos». Sería como decir si yo pudiera blanquearía millones o si estuviera en mi mano sería corrupto.

«Hay momentos en que la pasión por el pecado, o por lo que la gente llama pecado —seguimos leyendo en Oscar Wilde —, domina de tal forma nuestro carácter, que cada fibra del cuerpo, cada célula del cerebro, parece tener instintivamente impulsos temerosos».

A veces se tira la piedra y se esconde la mano, otras se enseñan las manos y se esconde la piedra. Hay casos que el pecado pesa y, como dice Wilde, su recuerdo nos persigue hasta constituir por sí mismo el merecido castigo. En el libro de relatos ‘Pecados sin cuento’ (2002) del escritor estadounidense Richard Ford se puede leer: «Quizá uno no olvida a la gente a la que atiza».

Para el autor de ‘El corazón de las tinieblas’ (1899), Joseph Conrad, el arrepentimiento está en la soledad, en el pensamiento y en la introspección, cuando se pregunta: «¿No conquistamos todos juntos sobre el mar inmortal el perdón de nuestras vidas pecadoras?».

Aunque quizá lo más saludable es pecar o no pecar, no tener un modelo de conducta (ajustable como las sábanas de abajo), dejarse llevar dentro del orden de la ética personal de no agredir al espacio. Porque para el poeta latino Virgilio (Eneida, siglo I a.C.): «La única salvación para los vencidos es no esperar salvación alguna».

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