Fajalauza: Memoria de Ciudad

Si como dice la Real Academia de la Lengua, la memoria es «La imagen o conjunto de imágenes de hechos o situaciones pasados que quedan en la mente», Fajalauza es sin duda alguna parte esencial de la memoria de esta ciudad. Memoria del espacio físico, memoria de los objetos que se identifican con un nombre tan precioso, memoria de la evocación que suponen esos objetos y memoria de la identidad que los mismos han dado a Granada y sus gentes.

La memoria es un hecho y un proceso colectivo. La memoria colectiva y el espacio se hermanan, no por la noción del tiempo vivido, sino porque el espacio no es una instancia vacía, sino una instancia social ella misma, un espacio público. Este espacio tiene duración en los objetos, las construcciones, las piedras, las calles, los caminos, los hitos urbanos fijos e inmóviles y sus persistencias, que configuran una unidad con identidad y sentimiento propio, un lugar.

El espacio público es, sobre todo, un escenario de interacción social donde se identifican funciones materiales tangibles y, también, un componente inmaterial, intangible, de nexo de recuerdos y memorias colectivas, es el lugar de unión e identificación de pertenencias, participación y representación simbólica del grupo.

Pues bien, Fajalauza, si cabe, es mucho más que cinco siglos de historia, tradición, cultura e industria ceramista. Es parte esencial de nuestra identidad porque forma parte de nuestros afectos. Es nuestra seña, nuestra “marca Granada» y como tantas otras maravillas de nuestra ciudad, corre auténtico peligro de desaparición.

La Fundación Fajalauza se ha lanzado al rescate de una de nuestras principales joyas identitarias que ojalá en esta ocasión, los granadinos no dejemos que desaparezca, consiguiendo la declaración de la fábrica de la carretera de Murcia, auténtico templo de esta cerámica, como Bien de Interés Cultural. De lo contrario la amenaza de la producción china, copia barata y de pésima calidad de la artesanía albayzinera, puede acabar llevándose por delante un legado único.

Porque Fajalauza marca no sólo la calle donde vivimos, sino la placeta donde jugábamos cuando niños o el rincón donde nos robaron nuestro primer beso.

No hay patio albayzinero que se honre de castizo sin sus platos colgados o sus tiestos en los balcones repletos de geranios. Ni cocina que se precie sin uno de sus fruteros o bandejas. O granadino emigrante a otras latitudes que se sienta instalado en otra tierra hasta que no tenga, al menos, un cenicero de la suya en el salón de su nueva casa.

Y como valor añadido, no tiene parangón ¿cómo va a ser igual la tertulia de una sobremesa en un carmen, si no está acompañada por el juego de café que la abuela te dejó en custodia para agasajar a las visitas como es debido? ¡Qué menos que un azucarero para que sepan dónde están!

Mientras los niños en las escuelas aprenden e imitan sus diseños en papel, para adornar sus cruces de mayo creando un sentimiento de pertenencia a un lugar, los franceses lo hacen para diseñar estampados de postín y glamour en cortinajes, o los chinos para producir recuerdos low cost en serie, añadiéndoles una especie de pegatinas que se dejan lo mejor de su esencia por el camino: la sabiduría de las manos maestras del alfarero que son las que le dan vida a la arcilla con cada una de sus pinceladas preciosas y precisas, definiendo cada objeto con nuestro mayor símbolo de “lo granaíno”, capaz de traspasar los siglos y las fronteras con materia prima sacada de nuestra propia tierra.

Sencilla, a doble color o “repintá”, ha sobrevivido a los avatares de la historia por el trabajo constante del artesano, y su contacto directo con la realidad y las necesidades que se derivan de ella. Pero cómo siempre pasa en estas cosas, los granadinos vamos tarde y mal con lo nuestro. Ahora ha llegado el momento devolverle a la fajalauza el lugar que se merece por todo lo que nos ha dado, nos da y nos puede dar, materializando enérgicamente todos esos sentimientos que nos inspira, en este proyecto que marcará una nueva etapa de nuestra artesanía local antes de que se pierda. Un centro de interpretación más allá del souvenir turístico, o lo puramente etnológico que nos permita, como granadinos, mantenernos con los pies «y las manos” en la tierra, porque estamos hablando de un tema ancestral que ya es trascendental, y trascender es eso, es poder regalar futuro a nuestros afectos.

PD.- Esta columna también debería llevar la firma de Margarita Marín, guardiana y celosa vigilante de ese tesoro que es el Albayzín y quizás también de su abuela Conchita, protagonista de «Diario de una Albayzinera», el podcast imprescindible sobre el barrio Patrimonio de la Humanidad.

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