Gente que nos hace la pascua

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez).

Una obra literaria “eterna y universal” sorprende cuando y donde menos se lo espera quien la lee. Cien años de soledad es una de estas obras, paradigma del realismo mágico, que narra la histórica capacidad de Sudamérica para ver cómo sus civilizaciones originarias fueron mestizadas a lo largo de los siglos por agentes externos y desaparecieron por no haber sabido descifrar a tiempo sus destinos, escritos en los anales de sus propia Historia. El genial inicio de este libro es aplicable a lo que estos días ha tenido lugar en pueblos y ciudades de muchas partes del mundo.

Todavía, en plena globalización, en la sociedad del conocimiento y la información, cada año por estas fechas, el gitano Melquiades y su circo llegan acompañados de las más añosas y pasmosas novedades del mundo para que el pueblo las contemple y se asombre. Miles de personas en las ciudades, cientos en pueblos y aldeas, acuden en rebaño a los puntos habilitados al efecto por la autoridad para asistir al evento mágico del encendido del alumbrado navideño, convertido en competición para ver qué alcalde o alcaldesa deslumbra mejor, planta más árboles de metal cubiertos de coloridos plásticos y coloca más bombillas en calles y plazas del centro urbano, siempre el centro.

Padres y madres, abuelas y abuelos, llevan a los retoños a conocer el hielo mutado en luces led y proyecciones multimedia. Aguantan achuchones y bajas temperaturas sin que afecte a las sonrisas, única iluminación sincera y natural que realmente merece la pena. El prodigio de estos hielos es el efecto calórico que infunden a bolsos y carteras animando a sus titulares a desenfundar la tarjeta de crédito y dejarse atracar alegremente por el turbador consumo que arranca con la americanada consumista del black friday y acaba a los pies de la cuesta de enero con un golpe de realidad que congela las ilusiones.

La educación en el consumo se inicia a edad temprana, con las criaturas desprevenidas que asisten al encendido de las luces y ya intuyen, porque los mayores que las llevan al evento se lo cuentan, la orgía de regalos que espera a la llegada del fantasmón nórdico con sus renos voladores y de los camelos orientales con sus camellos, todos “cargaditos de juguetes / para el niño de Belén… / Olé olé Holanda y olé / Holanda ya se fue…”. Los móviles se alzan sobre las cabezas para capturar el momento luminiscente, las sonrisas infantiles que se resisten y el power point que ahora se llama no sé qué de vídeo mapping a mayor gloria de los anunciantes.

Años más tarde, cuando los fusiles de la experiencia vivida estén a punto de rematar una vida dedicada al trabajo, Aureliano Buendía recordará aquellos lejanos días de ilusiones impuestas para hacer creer a los niños que la existencia es un regalo envuelto en colorido papel. Al abrirlo, verán que el salario digno, la vivienda, la educación, la sanidad y tantas otras necesidades vitales se esfuman cuando la misma autoridad que procedía al encendido de las luces decreta su apagado y la recogida de guirnaldas y otros adornos temporales para repetir, siempre como novedad, la escena al año siguiente para regocijo de nuevas criaturas inocentes e ilusionadas.

Alcaldes y alcaldesas habrán cumplido el ritual, sus reporteros de cámara los habrán fotografiado para inmortalizar el momento, habrán renovado promesas de paz y bienestar y procederán al olvido como práctica política habitual. La troupe de Melquiades recogerá sus bártulos y volverá a los caminos en busca de otros asentamientos de personas ávidas de novedades que les hagan olvidar por unos días la triste realidad de sus días.

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