¿Qué hacemos con los monumentos del pasado?

«Jamás se da un documento de cultura que no sea a la vez de la barbarie». (Walter Benjamin).

Las protestas provocadas por la muerte a manos de la policía de George Floyd han tenido como una de sus consecuencias principales una furia iconoclasta que se ha cebado con las estatuas y monumentos relacionados en alguna manera con el racismo y el colonialismo. Esto nos lleva a plantear qué significado tienen los monumentos del pasado en la actualidad. Monumento alude por su etimología a recordar, advertir, conmemorar. El monumento en tanto que imagen tiene un magnetismo que nos atrae y por ello se le atribuye cierto poder evocador. No en vano las imágenes siempre han tenido un halo de sacralidad, de excepcionalidad, de ruptura con lo habitual y cotidiano. Se ha podido decir que una estatua no es ‘algo’ sino ’alguien’, debido a que presenta un carácter de doble con la ambigüedad de familiar y siniestro que siempre comporta el doble. Un monumento introduce una cesura en el espacio uniforme para destacar algo importante para el que lo erige, por eso se ha dicho que los monumentos son siempre expresión del poder. El monumento como la fiesta son interrupciones del espacio y del tiempo cotidianos en las que surge una relación especial con el pasado, pasado histórico o mítico, que al conectarse con el presente lo vivifica y enriquece rompiendo su monotonía.

El monumento y la fiesta conmemoran hechos o personajes que se siguen considerando importantes en el presente estableciendo una continuidad simbólica entre el pasado, el presente y el futuro que da lugar a una tradición compartida por una comunidad. El problema reside en que las naciones modernas no son comunidades homogéneas sino el resultado contingente y azaroso de numerosos conflictos entre los diferentes grupos sociales que las componen. La historia oficial ha sido siempre la historia de los vencedores y eso hace que los vencidos tengan dificultades para reconocerse en ella, y por ello la iconoclastia se ejerce sobre símbolos de la opresión que ha llegado hasta el presente. Esta complejidad de la historia de las sociedades modernas conlleva que lo conmemorado en el monumento, sea un personaje o un acontecimiento, recoja solo algunas de sus características omitiendo el resto. Por ejemplo, podemos recordar a Colbert, y por eso se le levantaron estatuas en Francia, como el gran ministro de Finanzas de Luis XIV, pero ese recuerdo obvia que también promulgó el Código Negro para regular la esclavitud en las colonias. Mientras que la mayoría de la población le puede recordar por su política económica, los franceses de origen esclavo no pueden olvidar su apoyo a la esclavitud. Por ello hay que evaluar lo que retomamos de la historia en cada caso y por ello la erección de monumentos tendría que ser el resultado de una discusión democrática que valorara los aspectos positivos y negativos de cada acontecimiento y personaje. Rousseau fue un gran escritor, filósofo y músico pero envió sus hijos a la inclusa, ¿el que fuera mal padre invalida su valor en los otros campos? Cada grupo pone como primordial un valor o un disvalor. Para los marxistas clásicos el que un autor fuera burgués era suficiente para rechazarlo; de igual manera para el feminismo un autor machista tenía que ser condenado; y ahora para el pensamiento postcolonial el eurocentrismo, y con mucho mayor motivo la relación con el colonialismo, invalida cualquier pensamiento o personaje histórico.

Estas contradicciones ponen de relieve la tensión entre la historia y las diferentes memorias. Mientras que la historia tiene que esforzarse por tener una visión lo más imparcial y objetiva posible sabiendo que eso es muy difícil porque toda interpretación está situada en el espacio, el tiempo y la cultura, las memorias son siempre parciales y no pueden ser objetivas porque generalmente están teñidas de afectos y valoraciones sesgados. No podemos eliminar las memorias parciales en beneficio de una pretendida historia aséptica, que ya hemos visto que suele coincidir con la visión de los vencedores, pero tampoco puede quedar todo a una lucha sin cuartel entre las diferentes memorias. Los historiadores tienen que introducir cierta objetividad e imparcialidad buscando una evaluación de las distintas memorias analizando sus aspectos brillantes y los oscuros. Por ejemplo, la guerra civil española y el franquismo subsiguiente se ven de forma distinta desde el punto de vista de los vencidos que desde el de los vencedores, pero estas dos visiones no son completamente equivalentes. Los excesos republicanos, no del gobierno sino de milicias incontroladas la mayor parte de ellos, no se pueden obviar, así como los intentos de hacer una revolución en 1934, pero eso no justifica la sublevación contra un régimen legítimo que produjo tres años de guerra y más de cuarenta de represión. Que en los dos bandos hubiera crímenes no puede ocultar dónde estaba la legitimidad. Por eso no se puede comparar retirar estatuas de Franco o cambiar el nombre de jerarcas franquistas de las calles con quitar los escasos monumentos dedicados a los socialistas y comunistas que defendieron la república y lucharon por la vuelta de la democracia. La historia lo más objetiva e imparcial posible ha de mediar en el conflicto de interpretaciones de las distintas memorias en pugna. En el caso de Franco su carácter de golpista y dictador eclipsa sus posibles virtudes militares o sus obras públicas que quedan relativizadas al ser consideradas en el conjunto de su actuación política. Por eso, sería la historia y no las memorias la que tendría que decidir lo que es digno de conmemorar y aquello que, en cambio, tendríamos que olvidar. A partir de esos datos históricos habría que desarrollar la decisión política sobre la erección o retirada de monumentos.

Lo que no parece en ningún caso defendible es que cada grupo decida por sí mismo lo que hay que conmemorar y lo que hay que denigrar y sobre todo que actúe directamente para ejecutar su decisión. Una vez más vemos como dos elementos ya denunciados por Ortega se muestran en la historia: el particularismo y la acción directa. Cada parte se erige en juez y mediante la acción directa ejecuta su sentencia imponiéndosela a las demás partes sin mediaciones y sin diálogo.

Como conclusión podemos resaltar lo difícil que es sustentar el patriotismo en la historia, dado el carácter contradictorio y no compartido de las distintas memorias y tradiciones. El patriotismo que se puede exigir en las sociedad contemporáneas, heterogéneas, multiculturales y multiétnicas, tiene que ser formal, es decir basarse en el respeto de la constitución, de la legalidad vigente y de los derechos humanos y no en la aceptación de ninguna tradición ni siquiera de la dominante. Por ejemplo ,en España junto a la historia oficial de Otumba y Lepanto hay una memoria oculta y perseguida que tenía en cada momento otra idea de España que fue derrotada. En esa tradición se pueden encuadrar los judíos, los moriscos, los protestantes, los erasmistas, los ilustrados del XVIII, los liberales del XIX , los socialistas , comunistas y anarquistas del XX ,etc. El respeto de las diferentes memorias no tiene que impedir el esfuerzo en dirección a una historia lo más imparcial posible, de igual manera que el acuerdo general sobre unas normas de justicia iguales para todos ha de ser compatible con la existencia de diferentes formas de vida buena en cada una de nuestras sociedades complejas y heterogéneas. Por ello no se puede obligar a los inmigrantes que se inserten en nuestra cultura y forma de vida, pero sí que respeten la legalidad democrática decidida entre todos, incluidos ellos mismos.

Todo lo anterior no obsta para que seamos conscientes, como nos dice Walter Benjamin en sus “Tesis sobre el concepto de la historia”, de que “existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra” que hace que lo que ha sido se vuelva hacia el sol que simboliza la redención. Respecto a los bienes culturales aportados por la tradición tenemos que ejercer como “espectadores distanciados”, ya que “jamás se da un documento de cultura que no sea a la vez de la barbarie”, porque dichos bienes de cultura, tanto en su creación como en su transmisión, tienen por condición “la servidumbre anónima de sus contemporáneos”. Por todo ello debemos “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”. No se trata tanto de negar el valor de los bienes culturales, como de ser conscientes de las condiciones de opresión en que se generaron y asumir la responsabilidad de eliminar dichas condiciones explotadoras en la actualidad y redimir mediante el recuerdo y el homenaje a los que las sufrieron. Es cierto que el espacio público tiene que servir para exaltar los valores que defendemos y no aquellos que repudiamos, pero aplicar esto al pie de la letra conllevaría la sustitución del paisaje urbano cada vez que cambiaran las mayorías de gobierno, por ello quizás  sea mejor la resignificación de los monumentos que su simple destrucción o desplazamiento a museos y almacenes. Y lo fundamental sería una educación histórica lo más inclusive posible que ayudara a entender y juzgar todos los hechos de la historia pasada: los gloriosos y los humillantes

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