Qué mirar

El Centro Guerrero exhibe estos días la obra de Matías Costa, comisariada por Carlos Martín. He aquí una sensación que puede experimentar quien vaya a verla: la obra parece al mismo tiempo transparente con respecto al tema y a la vez un eficaz vehículo para la expresión de su autor. Las series que se exponen están colocadas cronológicamente y organizadas por grupos alrededor de temáticas concretas: refugiados, Beijing en los inicios del nuevo capitalismo, el puerto en el que quedaron varados cargueros soviéticos y su evolución a lo largo del tiempo, los vestigios de la colonia norteamericana en Panamá e imágenes de Buenos Aires. En cada uno de esos casos, las obras están para mostrarnos algo, un suceso particular, las actitudes de grupos de personas o el mero paso del tiempo. Y cumplen con esta función eficazmente, todo lo que ha de verse se ve con claridad, las imágenes cuentan con fidelidad la historia de sus protagonistas. En general, parece cumplirse el ideal estético –y moral– que Antonio Machado atribuía a Antonio Mairena: no lee para que la gente diga “qué bien lee este hombre”, sino para que exclamen “qué bien está lo que este hombre lee”.

Al mismo tiempo, decía, la obra expuesta también va acerca de otras cosas, expresa una posición particular con respecto al mundo, un punto de vista singular, imbricado en las vivencias del autor. Con esto en mente, la exposición puede recorrerse al menos de cuatro maneras distintas:

El contenido. Al margen de las temáticas concretas, la obra de Matías Costa nos emplaza a considerar algunas ideas de manera recurrente: el peso individual de la violencia colectiva, la extrañeza de quienes se desenvuelven en una normalidad desligada de lo que debería haber sido su vida –la orfandad, el desarraigo, la pérdida–. Ilustran esto los marinos soviéticos varados indefinidamente que se esfuerzan por mantener sus rutinas en barcos que perdieron toda ocasión de navegar y, con el tiempo, han dejado de poder echarse a la mar, a la espera de su demolición y hundimiento definitivos. Pero también los trabajadores norteamericanos que se reúnen con regularidad en Florida para celebrar la vida que perdieron en Panamá, una vida que pareció quedar sin sentido después de la Guerra Fría. De manera inquietante, pero esperanzadora también, la exploración de lo que ocurre cuando la vida que uno iba a vivir acaba también se trata dos de las obras que cierran la exposición, enfrentadas a la obra de Guerrero en la sala más alta del museo.

2. La forma. La disposición de las fotografías que componen la muestra también cuenta una historia, el hilo que une temáticas y lugares diversos a través de elementos como la combinación de diagonales y líneas horizontales o la situación de las figuras. Incluso en las obras en las que la imagen de una persona ocupa el lugar central, en la colocación de los elementos del primer plano y el fondo pueden reconocerse elementos formales familiares. Esta continuidad formal refleja la evolución del autor tanto al menos como nuestras elucubraciones acerca de las similitudes temáticas.

3. El color. La primera de las salas de la exposición contiene varias series de trabajo periodístico, elaborado en blanco y negro. El resto de la exposición contiene mayoritariamente obras en color, pero el modo en el que el color está tratado en la serie de Beijing y en la serie de Panamá, por ejemplo, contrasta al menos tanto como cada una de ellas con el trabajo en blanco y negro de la primera sala de la exposición. El color es un elemento al servicio de la imagen al completo; está tratado de manera abiertamente artificial, lo que hace que su contribución al conjunto se vuelva casi demasiado literal.

4. La biografía del autor. La exposición también puede recorrerse en clave biográfica. Este posible recorrido se nos sugiere a través del montaje, en el que las obras de Matías Costa aparecen entrelazadas con líneas que nos ofrecen información de su vida personal y de sus diarios. Es un recorrido inquietante, que quizás convendría poder hacer en último lugar, para evitar el riesgo de que colonice de manera indeseada nuestra atención al detalle y nuestra capacidad de disfrutar de otros aspectos de las obras.

Merece la pena acercarse al museo para ver la exposición. Quienes nos permiten, en mitad de la pandemia, recordar cómo era la vida antes de que conociéramos la expresión “confinamiento perimetral” merecen nuestro agradecimiento y, en este caso, también nuestra admiración. La flexibilidad del Centro Guerrero, capaz de estirar sus costuras para ponerse al servicio de la obra de Matías Costa, e incluso permitir el diálogo entre las obras de Guerrero y las del fotógrafo, es particularmente apreciable. Hay muchas formas de recorrer la exposición, multitud de pequeños enigmas acerca de los que ir proponiendo respuestas a medida que avanzamos. Entre estas preguntas, una de las más descarnadas se encuentra en la última sala de la exposición, pero quien quiera saber qué tienen en común la Brecha de Víznar y una escalera que solo sirve para descender tendrá que llegar hasta la última planta.

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