Una cita pendiente

Esta semana celebramos aniversario del 15M. Aquel acontecimiento puede interpretarse con dos exigencias.

Por la primera el 15M fue una revuelta que promovía la renovación de los agentes políticos y, en cierta medida, culturales. Una parte de la movilización ciudadana criticó los partidos de la casta y esta la conformaban políticos cerrados sobre sí mismos. Como todos los espacios cerrados en ellos se generaban sobre todo la pleitesía y la incompetencia. Favorables a esa crítica eran quienes querían ocupar este espacio, ya sea porque se abrieran las puertas de acceso ya sea porque estaban ya en política pero en sus márgenes, con poca o nula influencia.

En parte se produjo la renovación tanto a izquierda como a derecha. Y, como era de esperar, quienes denunciaron la casta han sido acusados de fundar una nueva o de acomodarse a la ya existente. Las disputas no dan mucho de sí, salvo que unos y otros se reivindican de ser la verdadera gente. Como expliqué en su día, casta son siempre los otros. Es un concepto que sirve para insultar mas no para comprender.

Por la segunda el 15M proponía renovar los modos de ejercicio político. Con la renovación de la población siempre se renuevan los estilos y los formatos de comunicación. También se han renovado las instituciones políticas, sobre todo con el uso de las elecciones primarias. De su mano algunos partidos, curiosamente los más instalados en el campo político, han conocido victorias inesperadas que han desbancado a candidaturas respaldadas por actores importantes. Nadie puede desconocer esa novedad.

Por lo demás, las elecciones primarias han generado una cultura política hipercompetitiva. Esto ha producido candidatos en perpetua campaña y disputa hacia el interior del partido. Del lado de los electores ha facilitado que se estabilicen grupos de seguidismo ajenos a la deliberación. Como veían los pensadores clásicos, las elecciones permiten la participación popular al precio de consagrar el elitismo y la pasividad del electorado. La elección solo ha sido uno de los métodos de la democracia. La rotación y el sorteo acompañaron a la elección dentro del repertorio democrático. Servían para incentivar la participación política y para desactivar la cultura de facciones, esa cultura que tantísimo daño hace a la política. Porque nos obliga a distinguir y a distinguirnos por razones absurdas, porque otorga el poder a quienes solo saben  trazar ortodoxias por doquier. A menudo, como sucede en las primarias, frente al más próximo. Sería cómico si no fuera una tragedia.  Las ortodoxias construyen sectas al precio de destruir la comunidad política, cualquier comunidad política con cierto alcance que pueda ser operativo. Tras la ortodoxia se encuentran agazapadas la inutilidad y la melancolía.

Nuestro escenario actual es distinto del de entonces. Sometidos a una crisis sanitaria sufrimos los efectos de ser tratados como mercancía que se vende –otra gran consigna del 15M. La pandemia ha puesto al límite servicios públicos depauperados y muestra la enorme impotencia de la sociedad organizada: la desindustrialización nos ha vuelto incapaces de garantizar bienes necesarios para nuestra salud. Además, experimentamos los efectos de la competición política con su inevitable corolario: sustituir la deliberación por el insulto y el debate por el ajuste de cuentas. Se diría que, como en las pesadillas totalitarias, algunos juegan a que la mitad de la población sueñe con meter en la cárcel a la otra mitad. Y, además, hacerlo por razones espurias y sesgadas, nacidas de la detección de la paja en el ojo ajeno y de la ceguera ante la viga que obtura el propio. En estas circunstancias el 15M sigue siendo una cita que tenemos pendiente. Necesitamos imperiosamente otra cultura política.

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