Certezas y contradicciones en el debate sobre el virus

Mucho está dando que hablar la situación creada en torno al Covid-19 y las medidas adoptadas para la lucha contra el mismo. En algún post reciente me he referido a ello, al igual que otras muchas personas que opinan en este y otros medios de comunicación. En este caso voy a referirme a un aspecto que me llama la atención, más como observador que otra cosa, pues creo que mi posición es conocida al respecto de la conveniencia y necesidad de dejar la palabra a la ciencia sobre los aspectos de la pandemia de carácter epidemiológico, así como de la oportunidad y acierto de la aplicación de las medidas constitucionales sobre los aspectos legales y relativos al ejercicio limitado de derechos que la lucha contra el virus supone. Y aquel no es otro que resaltar (en algún caso reiterar) las muchas contradicciones y escasísimas certezas que ofrecen la mayoría de opinadores y opinadoras que se han lanzado (no encuentro un término más apropiado) al ruedo de la opinología sobre el virus y sus circunstancias.

Soy de quienes parten de una evidencia, cuyo reconocimiento ha de ser la base del análisis. Lo primero y más importante es proteger a la mayoría de la población del virus y sus devastadores efectos. Lo más grave de todo es que es un virus desconocido que ha matado a centenares de miles de personas en el mundo e infectado a una cifra de seis ceros, y que a día de hoy nadie sabe si se irá, si volverá, si rebrotará o si se quedara para siempre.

Por tanto, todas las medidas que se adopten han de ir en esa dirección. Investigar sin parar para avanzar en el conocimiento del virus, y proteger a la gente, salvando todas las vidas posibles. Adoptando para ello todas las medidas legales y constitucionales existentes a través de los procedimientos establecidos para ello, que naturalmente supondrán limitación de derechos individuales, pues el ejercicio de éstos ha de ceder ante la salud general de la población. Nadie tiene derecho a ejercer un derecho, valga la redundancia, si este ejercicio pone en riesgo la salud y la vida de sus semejantes. Apelar a la responsabilidad ciudadana para el distanciamiento social está muy bien, pero la gravedad de la situación exige reforzar esa apelación con toda la legítima fuerza de los poderes públicos, personificada en el contenido del estado de alarma, todo el tiempo que se precise.

Puede sonar duro, pero que ello resulta evidente incluso para quienes aparentan defender lo contrario, se constata de una manera muy sencilla que constituye además una gran contradicción, pues admite poca interpretación. Imaginemos a alguien que piensa y manifiesta que el estado de alarma subyuga sus libertades, incluso subyuga y coarta todo el Estado de derecho. Es más, imaginemos que ese alguien piensa y manifiesta que el autoritarismo, incluso la dictadura, asoma o se deja ver en alguna actuación gubernamental, como la prohibición de determinadas manifestaciones públicas que pueden poner en peligro la salud pública. Situemos a ese alguien en el lugar de su paseo, con su mascarilla puesta, y hagámosle encontrarse con decenas o centenares de vecinos suyos, unos con mascarilla y otros no, unos andando y otros sudando por la práctica deportiva, unos guardando la distancia de seguridad y otros no. Al fin y al cabo, el territorio de ese alguien ha pasado de fase, y todos y todas disfrutan de la “libertad” recuperada, que el gobierno autoritario les había hurtado.

Alguien duda de que nuestro alguien bramará por la continuación del estado de alarma, sino la declaración del de excepción?. Alguien alberga la menor duda de que nuestro alguien dejará de creer que se están coartando sus derechos y libertades?. Más bien asistiremos a una conversión de nuestro alguien en un acérrimo defensor de estas limitaciones, en un constitucionalista de primera línea y en un convencido de la bondad de la defensa del interés general. Porque en este caso el interés general es el suyo particular, aunque haya tardado en percatarse de ello.

Quizá lo mejor sería que no fuese necesario que nadie tuviera que verse reflejado en el espejo de sus propias contradicciones. Lo mejor sería que fuera evidente que lo primero es la protección de la salud pública con todas las herramientas disponibles. Para ello no es necesario confiar en el gobierno (éste o el que hubiera), basta con confiar en la ciencia y en el estado de derecho. Nadie debería verse rodeado de gente irresponsable que son potenciales portadores o transmisores del virus, para comprender la bondad de los instrumentos del estado para luchar contra el virus. Quizá también lo mejor fuera que acabara el confinamiento y volvieran los temas de actualidad sobre los que escribir, opinar y debatir. Para que lo recurrente dejara de ser recurrente y se supiera discernir que lo importante es proteger a los semejantes, sobre todo a quienes son débiles, y no escriben ni tuitean.

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