Expertos

El otro día me refería a la obra de Philip Tetlock El juicio político de los expertos (Capitán Swing, 2016, traducción de Jorge Sola) y quisiera volver brevemente sobre ella porque creo que aclara los argumentos que intentaba exponer. El libro es un modelo de investigación estándar de psicología política. El autor pone en funcionamiento un enorme dispositivo experimental para comprobar la capacidad que tienen los expertos en proponer predicciones acertadas. La sofisticación no va reñida con la reflexividad y Tetlock concede que, pese a todo su brío científico, no ha llegado a resultados concluyentes.

A algunos llega, si no concluyentes, sí interesantes. Uno de los que más es que aquellos que tienden a acertar mucho carecen de los rasgos que dan éxito académico y mediático. Para tener éxito académico y mediático importa forjarse una reputación de seguridad y revisar obsesivamente los propios fallos hasta convertirlos en triunfos. Quienes más aciertan suelen realizar pronósticos con menos seguridad hacia los futuros posibles y proponen discursos menos rotundos. El atractivo suele acompañar a los primeros.

Al final de la obra, el autor propone tres dificultades para distinguir a los buenos especialistas. En primer lugar, los consumidores somos vagos y tanto los legos como los expertos nos dejamos guiar por famas y prestigios inmerecidos. Los académicos desprecian a quienes no vienen aureolados por gente de su cuerda, cuando no caen en el ridículo de valorar a alguien, escribe el autor, «por su afiliación institucional, su fama o incluso su atractivo físico».

En segundo lugar, cuando los consumidores no se encuentran desmotivados, se encuentran motivados por malas razones que no son otras que confirmar los propios supuestos. Este tipo de consumidores de profecías son horribles y fomentan intelectuales horribles: aquellos que buscan confirmar los prejuicios más obtusos de una clientela.

En tercer lugar, aunque los consumidores se encuentren motivados, y lo estén con espíritu reflexivo, existen muchas dificultades cogntivas para escuchar a quienes razonan mejor. Por un lado, casi todas las previsiones son vagas y se realizan eligiendo los mejores escenarios posibles. Cuando se falla, además, siempre cabe decir: fue por los pelos…

En la crisis en la que nos encontramos existe un buen mecanismo para distinguir a un buen experto: dirá que se ha equivocado. También a una persona reflexiva: esto que hicieron los míos no estuvo bien. Al que no, táchenlo de la lista de gente a confiar: es un patán asertivo que siempre tiene razón.

Constatado lo cual, existe un programa político sensato. Para elevar la calidad de los expertos nada mejor que obligarlos a confrontarse con públicos capaces de ponerlos en problemas, no por tirrias ideológicas, sino por preocupación sincera acerca de los riesgos a los que nos enfrentamos. El problema estriba en que para eso necesitamos que las personas se impliquen en conocer más y en debatir de acuerdo a una información plural. Y para eso debemos dejar de confiar ridículamente en los expertos. El deseo por el conocimiento y el debate debe oponerse a la sumisión fetichista por el pronosticador autosuficiente y oracular, a menudo hiperdiplomado, que siempre confirma su propio discurso.

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