Ucrania: la guerra democrática

Las democracias de España, Europa o Estados Unidos son sistemas pultáceos que se devoran a sí mismos y que la ciudadanía ha asimilado como los mejores, y casi únicos, posibles. Lo mismo deben pensar la ciudadanía rusa, la china, la saudí, la coreana del norte o la afgana respecto a los sistemas que soporta cada una de ellas.

Las democracias no dudan en colaborar, en hacer negocios, con regímenes que confrontan radicalmente con los valores que las primeras aseguran defender a ultranza como principios inamovibles de su cultura. Las democracias, como los demás regímenes, tienen principios rectores de sus acciones y sus conciencias: el mercado, el dinero, el capital. En la bolsa se entienden demócratas con autócratas, dictadores, déspotas, sátrapas… hasta fascistas, si se tercia.

En el mundo occidental cabe en el concepto de democracia cualquier cosa, siempre que sirva a los intereses del capital. La democracia es elástica y resiste cualquier fuerza en una negociación mercantil. Dicen que resiste las fuerzas endógenas y exógenas que actúan sobre ella, que es adaptativa y que, en caso de peligrar su integridad, otras democracias acudirán en su ayuda. O no: dependerá del rédito estimado del capital.

Así, es fácil entender que el régimen comunista de la República Popular China se haya convertido en la meca del salvaje capitalismo neoliberal, que ha visto en China y su régimen la oportunidad de obtener beneficios sin que la falta de respeto a los Derechos Humanos haga mella en las conciencias democráticas. Algo parecido ocurre con las dictaduras de Oriente Medio, ricas en petróleo, convertidas en escaparate de hipocresías y vanidades: la Exposición Universal en Dubai, el mundial de fútbol en Qatar o la Fórmula 1 y la futbolera Supercopa de España en Arabia Saudí.

EE UU, que se promociona como la máxima expresión de la democracia en el mundo, es un país habituado a imponer sus postulados neoliberales en cualquier rincón del mundo, aunque para ello tenga que recurrir a las armas propias o a las de golpistas en los diversos países donde no dudan en eliminar democracias para imponer dictaduras al gusto de sus intereses. Es su histórico modus operandi, sobre todo en Sudamérica. A este paraíso demócrata se le cuentan, desde su fundación bélica con la Guerra de la Independencia, más de 100 intervenciones armadas en el mundo. Y siguen. El negocio de la guerra es el más lucrativo, a corto, medio y largo plazo, de cuantos existen.

En estos días estamos comprobando en nuestras economías domésticas, en nuestros bolsillos, en nuestras necesidades básicas, en nuestra salud, la contundencia con que las democracias occidentales golpean al régimen ruso de Putin. Nuestros demócratas imponen sanciones sin precedentes al invasor de Ucrania. Nuestras democracias boicotean la economía del rublo de la manera que todos estamos sufriendo al llenar el depósito del coche, al pagar la factura de la luz o al comprar algunos productos básicos de alimentación. Y de propina colocan nuestras democracias democráticas armas en Ucrania para prolongar el conflicto y maximizar los beneficios de nuestras democráticas élites empresariales y financieras. Todo sea por la democracia.

Cuentan los expertos, sottovoce, que el objetivo del capitalismo norteamericano, y su brazo armado OTAN, no es Rusia en realidad, sino su gran competidor: China. Rusia es el primer paso para un democrático armagedón.

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